Lo que nos hace felices o no, es la forma en la que
percibimos las cosas. Cómo nos sientan.
¿Se puede educar eso?
Pensemos en dos personas: una de generaciones atrás, en el que solo cabía esperar que la familia
saliera adelante. No es que se conformaran con poco sino
que para ellas lo importante son unas pocas cosas
básicas, y cuando están cubiertas, lo demás no merece la
pena su preocupación. Ahora pensemos en un niño de
hoy de 9 años (más o menos) ¿En qué se diferencia? En que
es más exigente. En que lo quiere todo y lo quiere
ahora. En que le costará mucho más trabajo sentirse feliz.
Ahora volvamos al principio: ¿se puede educar esto?
No solo se puede. Se debe. Como padres estamos más
obligados a que nuestros hijos crezcan con un equilibrio
emocional, más que a convertirlos en unas fieras en
matemáticas.
Por esto es importante conocer lo que es “inteligencia
emocional”. Porque para mejorar uno sus propios
sentimientos y convivir con ellos hace falta habilidad,
inteligencia de la buena. Ya que lo mejor es educar
hijos que sepan manejarse en la vida.
Un error muy común es pensar que estos asuntos son tan
importantes y graves, y que el hijo es tan pequeño e inexperto,
que no hay nada que podamos hacer. Ya aprenderá con los
años. Estamos hablando de un proceso de madurez, y
ahí siempre hay cosas que podemos hacer para mejorarlo,
cosas que, o las hacemos nosotros, o no las hará
nadie.
La escuela está para cultivar la inteligencia de
conocimientos y las normas de educación. Pero no hay
asignatura ni profesor con el suficiente tiempo y
empatía como para ver a cada alumno, individualmente, y
enseñarle a orientar sus sentimientos. O lo hacemos
nosotros, o nuestro hijo tendrá que crecer en este
aspecto como buenamente pueda.
Madurar sentimentalmente significa tener capacidad para
entender a los demás, darle a los problemas la
importancia que tienen (ni más ni menos), no hacer una
montaña de nuestros defectos, y mucho menos, de los
demás, … en una palabra: se trata de orientar la
atención de una forma sana. Nuestra atención
emocional a veces nos lleva a situaciones
desequilibradas en las que hacemos una montaña de un
grano de arena y vemos muy nítida la paja en el ojo de
los demás pero no la viga en el propio.
Los niños, en esto, son un ciclón. El mundo, es nuevo, y hay que descubrirlo, y
para ello, pueden quedarse mirando la cosa más pequeña
durante horas, ya sea una hormiga roja transportando una
miga de pan, o un sentimiento de rencor por un compañero
que le acaba de quitar la pelota.
Están en la fase de “ensayo y error”:
si después de tres horas ven que la hormiga sigue
haciendo lo mismo, llegan a la conclusión de que ese
bicho es un poco aburrido y pasan a otra cosa. O si,
después de montarnos veinte rabietas, se dan cuenta de
que no les sirve de nada, empiezan a cambiar de una
bendita vez su forma de actuar.
Pero pongamos que no. Pongamos por ejemplo que un
compañero le quita la pelota jugando, y que eso sí le
lleva a sentir un cierto rencor. Nadie le dice que es
equivocado, que es solo una de las cosas del juego, así
que el pequeño se va metiendo más y más en ese
sentimiento. La cosa puede acabar en pelea, en
desconfianza, y, peor aún, en empezar a pensar que todo
es culpa del otro, que los demás le tienen envidia.
En este caso el niño está grabando en su cabeza ciertos
comportamientos y conclusiones desequilibradas
que le llevarán a tener una mala relación con sus
sentimientos.
Por eso debemos estar ahí. Conocer cómo siente nuestro
hijo debe ser una de nuestras prioridades.
Tenemos que observarle y escucharle muy
atentamente para advertir si están echando en él
raíces los hábitos que, una vez crecidos, lo van a
llevar a la empatía, la humildad y la paciencia, o, en
cambio, empieza a repetir respuestas que no le harán
ningún bien.
Amemos mucho a nuestros
hijos y eduquemos sus emociones |