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Jul, 27, 2006


 

 

 

Educar los sentimientos

La inteligencia emocional

Lo que nos hace felices o no, es la forma en la que percibimos las cosas. Cómo nos sientan.

¿Se puede educar eso?

 Pensemos en dos personas: una de generaciones atrás, en el que solo cabía esperar que la familia saliera adelante. No es que se conformaran con poco sino que para ellas lo importante son unas pocas cosas básicas, y cuando están cubiertas, lo demás no merece la pena su preocupación. Ahora pensemos en un niño de hoy de 9 años (más o menos) ¿En qué se diferencia? En que es más exigente. En que lo quiere todo y lo quiere ahora. En que le costará mucho más trabajo sentirse feliz. Ahora volvamos al principio: ¿se puede educar esto?

No solo se puede. Se debe. Como padres estamos más obligados a que nuestros hijos crezcan con un equilibrio emocional, más que a convertirlos en unas fieras en matemáticas.

Por esto es importante conocer lo que es “inteligencia emocional”. Porque para mejorar uno sus propios sentimientos y convivir con ellos hace falta habilidad, inteligencia de la buena. Ya que lo mejor es educar hijos que sepan manejarse en la vida.

Un error muy común es pensar que estos asuntos son tan importantes y graves, y que el hijo es tan pequeño e inexperto, que no hay nada que podamos hacer. Ya aprenderá con los años. Estamos hablando de un proceso de madurez, y ahí siempre hay cosas que podemos hacer para mejorarlo, cosas que, o las hacemos nosotros, o no las hará nadie.

La escuela está para cultivar la inteligencia de conocimientos y las normas de educación. Pero no hay asignatura ni profesor con el suficiente tiempo y empatía como para ver a cada alumno, individualmente, y enseñarle a orientar sus sentimientos. O lo hacemos nosotros, o nuestro hijo tendrá que crecer en este aspecto como buenamente pueda.

Madurar sentimentalmente significa tener capacidad para entender a los demás, darle a los problemas la importancia que tienen (ni más ni menos), no hacer una montaña de nuestros defectos, y mucho menos, de los demás, … en una palabra: se trata de orientar la atención de una forma sana. Nuestra atención emocional a veces nos lleva a situaciones desequilibradas en las que hacemos una montaña de un grano de arena y vemos muy nítida la paja en el ojo de los demás pero no la viga en el propio.

Los niños, en esto, son un ciclón. El mundo, es nuevo, y hay que descubrirlo, y para ello, pueden quedarse mirando la cosa más pequeña durante horas, ya sea una hormiga roja transportando una miga de pan, o un sentimiento de rencor por un compañero que le acaba de quitar la pelota.

Están en la fase de “ensayo y error”: si después de tres horas ven que la hormiga sigue haciendo lo mismo, llegan a la conclusión de que ese bicho es un poco aburrido y pasan a otra cosa. O si, después de montarnos veinte rabietas, se dan cuenta de que no les sirve de nada, empiezan a cambiar de una bendita vez su forma de actuar.

Pero pongamos que no. Pongamos por ejemplo que un compañero le quita la pelota jugando, y que eso sí le lleva a sentir un cierto rencor. Nadie le dice que es equivocado, que es solo una de las cosas del juego, así que el pequeño se va metiendo más y más en ese sentimiento. La cosa puede acabar en pelea, en desconfianza, y, peor aún, en empezar a pensar que todo es culpa del otro, que los demás le tienen envidia.

En este caso el niño está grabando en su cabeza ciertos comportamientos y conclusiones desequilibradas que le llevarán a tener una mala relación con sus sentimientos.

Por eso debemos estar ahí. Conocer cómo siente nuestro hijo debe ser una de nuestras prioridades. Tenemos que observarle y escucharle muy atentamente para advertir si están echando en él raíces los hábitos que, una vez crecidos, lo van a llevar a la empatía, la humildad y la paciencia, o, en cambio, empieza a repetir respuestas que no le harán ningún bien.

Amemos mucho a nuestros hijos y eduquemos sus emociones

Brinco al inicio

 

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