Paulo Cohelo
Estoy andando, distraído, por un centro comercial,
acompañado de una amiga violinista. Úrsula, nacida en
Hungría, es en la actualidad una figura destacada en dos
filarmónicas internacionales. De repente, me agarra del
brazo:
-¡Escucha!
Escucho. Oigo voces de adultos, gritos de niño, ruidos
de televisores encendidos en tiendas de
electrodomésticos, zapatos que, saltando, golpean el
suelo de ladrillos, y aquella famosa música,
omnipresente en todos los centros comerciales del mundo.
-¿Acaso no es maravilloso?
Respondo que no he oído nada maravilloso o fuera de lo
normal.
-¡El piano! –dice, mirándome con decepción-. ¡Ese
pianista es maravilloso!
-Será una grabación.
-No seas bobo.
Al escuchar con más atención, resulta evidente que la
música es en vivo. Están tocando en este momento una
sonata de Chopin, y ahora que consigo concentrarme, las
notas parecen ahogar todo el barullo que nos rodea.
Caminamos por los pasillos llenos de gente, de tiendas,
de ofertas, de cosas que, según los anuncios, todo el
mundo tiene, excepto usted o yo. Llegamos a la zona de
restaurantes: gente comiendo, hablando, discutiendo,
leyendo el periódico, y una de esas atracciones que todo
centro comercial procura ofrecer a sus clientes.
En este caso, un piano y un pianista.
Toca otras dos sonatas de Chopin, y después Schubert,
Mozart. Debe de tener unos treinta años; una placa
colocada al lado del pequeño palco explica que se trata
de un famoso músico de Georgia, una de las antiguas
repúblicas soviéticas. Debe de haber buscado trabajo, y,
después de no encontrar más que puertas cerradas, se
desesperó, se resignó, y ahora está aquí.
Pero no estoy seguro de que esté aquí: sus ojos se
dirigen hacia el mundo mágico donde esas músicas fueron
compuestas, sus manos comparten con todos el amor, el
alma, el entusiasmo, lo mejor de sí mismo, sus años de
estudio, de concentración, de disciplina.
Sólo parece no haber entendido una cosa: nadie,
absolutamente nadie ha venido aquí para escucharlo, sino
para comprar, comer, distraerse, ver escaparates,
encontrarse con amigos. Una pareja se detiene a nuestro
lado, hablando en voz alta, y luego sigue adelante. El
pianista no lo ha visto, sigue conversando con los
ángeles de Mozart. Tampoco ha visto que hay una
audiencia de dos personas, una de las cuales, virtuosa
del violín, lo escucha con lágrimas en los ojos.
Recuerdo una capilla donde una vez entré por casualidad
y vi a una joven tocando para Dios. Pero era una
capilla, y aquello tenía sentido. En este caso, nadie lo
oye, tal vez ni siquiera el mismo Dios.
Mentira. Dios lo oye. Dios está en el alma y en las
manos de este hombre, porque está dando lo mejor de
sí mismo, sin importarle ningún reconocimiento ni el
dinero que reciba. Toca como si estuviese en La
Scala de Milán, o en la ópera de París. Toca porque ése
es su destino, su alegría, su razón de vivir.
Me embarga una sensación de profunda reverencia, de
profundo respeto por un hombre que en este momento me
está recordando una lección importantísima:
cada uno
tiene una misión personal por cumplir, y punto final. No
importa si los demás te apoyan, te critican, no te hacen
caso o te toleran; tú haces aquello porque es tu destino
en este mundo, es la fuente de toda alegría.
El pianista termina otra pieza de Mozart, y por primera
vez se da cuenta de nuestra presencia. Nos saluda con un
educado y discreto movimiento de cabeza, y nosotros
hacemos lo propio. Pero enseguida vuelve a su paraíso, y
es mejor dejarlo allí, sin que nada en este mundo pueda
estorbarlo, ni siquiera nuestros tímidos aplausos.
Nos sirve de ejemplo a todos nosotros. Cuando pensemos
que nadie presta atención a lo que estamos haciendo,
recordemos a este pianista: él estaba conversando con
Dios a través de su trabajo, y el resto no tenía la
menor importancia. |