Padre Alejandro Cortés González-Báez
Tal parece que, además del voto de castidad -por el cual
algunos se comprometen a vivir el celibato apostólico,
dentro y fuera del estado religioso- existe un curioso
voto de “castigad”, es decir, la decisión de algunas
personas casadas de no cumplir el débito conyugal cuando
deciden castigar a su cónyuge por diversos motivos.
No cabe duda que el matrimonio es una relación
interpersonal muy rica en temas y matices; y la
experiencia demuestra que donde aparece el factor humano
las cosas tienden a complicarse. Esto dicho, habré que
dejar bien claro que soy un acérrimo defensor del
matrimonio. Casi me atrevería a decir que si no fuera yo
sacerdote, me casaría cada mes… claro está que con la
misma mujer.
A mí me enseñaron que todo átomo que se preciara tenía
tres tipos de partículas, a saber: los protones, de
carga positiva; los neutrones, de carga neutra y los
electrones, de carga negativa. Pues bien, la vida me ha
enseñado que con las personas pasa lo mismo. Los hay:
buena-onda; los mediocres, y los pesimistas de carga
negativa: los malas-vibras. Lo malo de este asunto es
que a diferencia de lo que sucede dentro de los átomos,
en los que las partículas se mueven en planos distintos,
y así no chocan; en nuestro caso circulamos por las
mismas rutas y chocamos varias veces al día.
Por todas partes no es raro escuchar epítetos como:
infeliz, desgraciado, canalla, maldito, perverso, patán,
miserable, ruin, desventurado y algunos otros más que la
decencia no me permite escribir para unos lectores tan
pulcros y correctos como ustedes, y lo peor de todo, es
que a veces nos comportamos de forma tal que, para ser
sinceros, sí nos los merecemos.
Todos nos quejamos de la falta de consideración de los
demás, pero nuestro egoísmo nos hace tropezar en el
ejercicio de estas virtudes con mucha frecuencia. A
veces nos falta “cintura” como los futbolistas
gambeteros, que saben quebrar el torso para evitar
chocar con los jugadores contrarios. Continuamente al
grito de voy derecho y no me quito, abusamos, lastimamos
y nos reímos no sólo de los desconocidos que nos ganan
el espacio al que nos dirigíamos, sino también de
nuestros seres queridos. No se vale. Y para acabarla de
amolar, no sabemos decir: Lo siento, me porté mal.
¿Me perdonas?
Lo peor de todo, es que la falta de humildad para
reconocer los propios errores es una manifestación de
inmadurez. Las personas maduras -quienes están
acostumbradas a profundizar en los motivos y efectos de
sus pensamientos y actos- no tienen empacho en
aceptar su culpabilidad y proceden en consecuencia.
Saben que no son perfectas y aceptan sus fracasos sin
hundirse, y sin perder la paz. ¿Qué pues…, lo
intentamos?
Lic. Rosa Elena
Ponce V. |