Otra leyenda de Navidad para compartir en familia.
Por
Emilio Freixas
Toda
la familia había acudido a la misa de gallo; incluso la
abuelita que pasaba de los ochenta años, no había
querido faltar aquella noche a la iglesia, de modo que,
arrastrando pesadamente sus cansados pies y a pesar de
la nieve y el helado viento, había recorrido con toda la
familia los dos kilómetros que separaban la casa de la
iglesia, llevando de la mano a la pequeña y dulce
Mariluz, la mas joven de los cuatro hijos de la familia.
Una
vez en la iglesia, la pequeña, acurrucada junto a su
abuelita, parecía transportada al cielo, tal era la
sublime expresión de sus ojos durante la celebración.
Cuando la misa terminó se dispuso toda la familia al
regreso, no sin antes seguir la costumbre de desfilar
ante una imagen del Niño Jesús, que junto al altar,
parecía mirarles con inmensa dulzura. Todos besaron la
bella imagen, pero al tocarle el turno a la pequeña,
tuvo ésta la sobrecogedora impresión de que en lugar de
besar a un Niño Jesús de madera pintada, lo había hecho
a un niño de llenitas y tibias mejillas, en tanto que
los ojos del Divino Niño se fijaron en ella llenos de
vida.
Temerosa de que no le creyeran, no quiso decir nada por
el momento a su familia; pero al alejarse, lo hizo con
la evidente sensación de que su alma se quedaba allí,
junto a la cuna del Salvador, y una de las innumerables
veces que volvió la cabeza, antes de llegar a la puerta
de salida de la iglesia, se fijó en que el Niño Jesús se
hallaba casi desnudo y pensó que si aquella criatura
era, como le había parecido a ella, de carne y hueso, no
podía menos que sentir un terrible frío en aquella
madrugada en cuanto apagaran las velas que le rodeaban,
y con esta angustiosa idea empezó a alejarse de allí
junto a su familia; pero a los pocos pasos sintió en su
alma el dolor de dejar al pobre niño solo y abandonado y
con el cuerpecito entumecido; así que, no pudiendo
resistir aquella penosa sensación y procurando no ser
vista, volvió a entrar a la iglesia y quitándose el
mantón de lana que llevaba puesto, cubrió con él al Niño
que la miró agradecido. Enseguida volvió al camino
corriendo hasta alcanzar a su abuelita, guareciéndose
junto a ella y procurando envolverse con el extremo del
mantón de la anciana.
Debido a la oscuridad reinante y al mal tiempo, del que
cada cual procuraba resguardarse como podía, nadie se
dio cuenta de la fuga y el regreso de la niña ni tampoco
de que ésta no llevaba puesto su mantón.
Entretanto, Mariluz, tiritando, mal protegida por los
vuelos del matón de la abuela, se consolaba del intenso
frío pensando que gracias a su sacrificio, el Divino
Niño estaría bien abrigado aquella madrugada.
En
cuanto llegaron a la casa, la niña sin decir nada, se
acostó con el cuerpo medio helado, buscando en su cama
el calor que le faltaba, y cuando se durmió, empezó a
soñar. Se le apareció el nevado paisaje que acababan de
dejar, en medio de la negra noche, en la que el helado
viento le azotaba el rostro y su cuerpo temblaba
terriblemente mientras ella iba caminando penosamente
por el sendero, pisando la nieve endurecida por la
helada y sin poder llegar nunca a casa.
De
pronto una resplandeciente luz lo iluminó todo, los
nevados abetos se convirtieron en maravillosos rosales
de blancas y olorosas flores y el helado camino se
trasformó en una mullida alfombra cuajada de diminutas
florecillas que conducían a un blanco y radiante
palacio, cuya cúpula brillaba al sol, y a cuyo influjo
percibió su cuerpo un suave calor que disipó por
completo el temblor del que antes estuviera preso,
serenando por completo su ánimo. Luego su asombro fue en
aumento al observar a su lado a Jesús, esta vez vestido
con una blanca túnica y que, mirándola dulcemente, se
quitaba el manto de la niña que aún llevaba puesto y la
cubría con él. Al recibir ella el manto sobre sus
hombros, su corazón se inundó de luz en tanto que su
cuerpo abrigado con él parecía flotar, Jesús le habló:
“Querida Mariluz, muchas veces en el transcurso de la
vida verás como los hombres me dejan abandonado al
terrible frío de su falta de amor, preocupados por sus
propias ambiciones y cuidados, sin pensar que ese mismo
frío helará su corazón, impidiéndoles llegar al seno de
Dios. Tú me has dado el calor de tu amor, simbolizado en
tu manto, y por eso ese mismo calor es el que ahora
vuelve a tu corazón al cubrirte yo con él.”
Seguidamente levantó su mano derecha, y le señaló el
final del florido camino en donde se hallaba el palacio
que viera la niña.
La
pequeña, siguiendo la indicación de Jesús, entró en el
palacio, y la sensación de flotar en medio de una gran
luz volvió a invadirla mientras se fundía su alma en una
oleada de amor divino.
Un
rayo de sol, entrando por la ventana y dándole en la
cara, despertó a la niña, que aún se hallaba fascinada
por su dulce sueño. Mariluz exclamó: “¡Qué lástima que
todo haya sido un sueño!”, pero cuando miró su cama vio
sobre ella el manto que la noche anterior dejara en la
iglesia, cubriendo el desnudo cuerpo del Niño Jesús, y
que nadie supo jamás explicar cómo había llegado hasta
allí.
Lic. Rosa Elena
Ponce V. |