¡Pobre abuelo! Había
pasado la vida trabajando de sol a sol con sus manos; la
fatiga nunca había vencido la voluntad de llevar su
sueldo a casa para que hubiera comida en la mesa y
bienestar en la familia. Pero tanto trabajo y tan
prolongado le había cobrado un doloroso tributo: las
manos del anciano temblaban como las hojas bajo el
viento de otoño. A pesar de sus esfuerzos, a menudo los
objetos se le caían de las manos y a veces se hacían
añicos al dar en el suelo.
Durante las comidas, no
acertaba a llevar la cuchara a la boca y su contenido se
derramaba sobre el mantel. Para evitar tal molestia,
procuraba acercarse al plato, y éste solía terminar roto
en pedazos en el piso del comedor. Y así un día
tras otro.
Su yerno, muy molesto
por los temblores del abuelo, tomó una decisión que
contrarió a toda la familia: desde aquel día, el abuelo
comería apartado de la mesa familiar y usaría un plato
de madera; así, ni mancharía los manteles ni rompería la
vajilla.
El abuelo movía
suavemente la cabeza con resignación, y de vez en cuando
enjugaba unas lágrimas que le resbalaban por las
mejillas; era muy duro aceptar aquella humillación.
Pasaron unas semanas y
una tarde, cuando el yerno volvió a su casa, encontró a
su hijo de nueve años enfrascado en una misteriosa
tarea: el chico trabajaba un pedazo de madera con un
cuchillo de cocina. El padre, lleno de curiosidad, le
dijo
- ¿Qué estas haciendo,
con tanta seriedad? ¿Es una manualidad que te han
mandado hacer en la escuela?
- No, papá – respondió
el niño.
- Entonces, ¿de qué se
trata? ¿No me lo puedes explicar?
- Claro que sí, papá.
Estoy haciendo un plato de madera para cuando tú seas
viejo y las manos te tiemblen.
Y así fue como el hombre
aprendió la lección y, desde entonces, el anciano volvió
a sentarse a la mesa con toda la familia.
Lic. Rosa Elena Ponce V. |