Una serie de reflexiones escritas por un experto en
materia de familia
Por
Tomás Melendo
Director de los
Estudios Universitarios sobre la Familia
Universidad de Málaga (UMA),
España
En la
línea iniciada en Un matrimonio feliz y para siempre,
me animo a brindar a los esposos un conjunto de
reflexiones que tal vez les ayuden a mejorar sus
relaciones mutuas. En este caso, girarán en torno a una
cuestión clave para el despliegue de la vida del
matrimonio: la comunicación.
1.
¿Conectados?
Soledad y comunicación
Al
parecer, se trata de un proverbio chino. Pero, a modo de
simple «despertador», podría atribuirse a cualquier
cultura y a cualquier época… y, hoy en particular, no
necesariamente al varón, sino también a la mujer.
Un
hombre dijo a su esposa: «Tengo muchas cosas que hacer;
pero todo, todo, lo hago por ti». Con esta suerte de
excusa, no hallaban tiempo para estar juntos ni charlar,
y el día en que se encontraron de nuevo ya no supieron
qué decirse.
Por
desgracia, lo que recoge la anécdota de un modo un tanto
simplón, no constituye una situación única o exclusiva
en la vida del ser humano. Tras los años despreocupados
de la niñez llega la adolescencia, y en ella se
experimentan las primeras dificultades para comunicarse.
Aflora una tendencia a cerrarse en sí mismo, nos
tornamos susceptibles y celosos de la propia
independencia e intimidad. Parece que el adolescente
solo es capaz de abrirse a los demás dentro del grupo de
amigos, pero también allí cada uno representa un simple
papel: el de aquel personaje que piensa que le permitirá
adquirir el prestigio y recibir la aceptación
incondicional que tanto necesita.
Una experiencia muy común
Y así
tantas veces. La soledad es una experiencia que todos
hemos sufrido a lo largo de nuestra biografía. Y con la
soledad llega la tristeza, a veces disfrazada con un
barniz de seriedad. Marcel lo sostuvo con palabras
rotundas: «sólo existe un sufrimiento: estar solo»; y lo
confirmó tras muchos años de experiencia: «nada está
perdido para un hombre que vive un gran amor o una
verdadera amistad, pero todo está perdido para quien se
encuentre solo».
Con
mayor vivacidad, precisión y firmeza lo explica Javier
Echevarría: «sólo el amor —no el deseo egoísta, sino el
amor de benevolencia: el querer el bien para otro—
arranca al hombre de la soledad. No basta la simple
cercanía, ni la mera conversación rutinaria y
superficial, ni la colaboración puramente técnica en
proyectos o empresas comunes. El amor, en sus diversas
formas —conyugal, paterno, materno, filial, fraterno, de
amistad—, es requisito necesario para no sentirse solo».
Hasta
tal punto se trata de algo universal que, con un
lenguaje un tanto metafórico, pero certero, la Biblia
narra cómo Adán, antes de la creación de Eva,
experimentó con desasosiego esta soledad; «no encontró
una ayuda adecuada», semejante a él. Por eso acogió a la
mujer como un don incomparable y, descubriendo a alguien
con quien poderse comunicar, exclamó con un sobresalto
de alegría: «Esta sí que es hueso de mis huesos y carne
de mi carne». (Lo mismo podría haber sido a la inversa).
Continuará
Lic. Rosa Elena Ponce V. |