Por Tomás
Melendo
Director de los Estudios Universitarios sobre la
Familia
Universidad de Málaga (UMA), España
«Hemos
dicho —nos explica— que las personas se relacionan de
una manera íntima, ya que la intimidad es la
característica propia de la persona […]. Esta intimidad
aflora y hasta hace su eclosión en la familia, y lo hace
de muchas maneras.
»Una de
ellas, y quizá la principal y más expresiva, es la
comunicación de la mirada. Mirarse a los ojos
produce una estrecha relación de la que son incapaces
las palabras. Los ojos dicen, expresan, reflejan,
traslucen el interior de la persona de una manera más
natural y directa que la palabra. Ésta puede quedar
tácticamente modificada por la inteligencia misma de la
que debería ser su expresión natural. La mirada no: el
entendimiento y la voluntad no poseen respecto de la
expresión visual el mismo dominio de que gozan sobre la
palabra. En este sentido, podemos aun afirmar que la
mirada traiciona lo que la palabra expresa.
»La
tintura de hipocresía, la sensación de doblez que deja
la persona de lentes oscuros permanentes, es prueba de
lo que decimos: quien no quiere que veamos su mirada,
algo esconde. Es prueba de lo mismo también el individuo
que, durante su conversación con nosotros, no nos mira a
los ojos, sino que desvía su mirada a objetos menos
vivos que el rostro de su interlocutor.
»No
estamos refiriéndonos a fenómenos psíquicos de alguna
complejidad, sino a la relación vulgar entre personas
vulgares como lo puede ser un trato de negociación
mercantil. Nos sentimos inseguros de personas con las
que no podemos comunicarnos con los ojos, que ocultan su
mirada, que no miran de frente».
Y,
abundando sobre el mismo tema, añade: resulta imposible
«entrar en el fondo del alma cuando no podemos hacerlo
mediante esas ventanas privilegiadas que son los ojos de
nuestro interlocutor. Es verdad que a través de la
pantalla televisiva podemos ver los ojos de quien nos
habla. Podemos ver sus ojos, sí, pero no podemos ver sus
ojos mirando a los nuestros, en donde se condensa la
relación visual, y gracias a la que podemos entrar en
los estratos más profundos del alma, porque en el mismo
momento puede el otro —nuestro interlocutor— entrar a
través de nuestros ojos en los estratos profundos de la
nuestra».
Para
concluir más tarde: «No es a los ojos a los que hay que
atender: es a la mirada que los ojos del otro dirige a
los míos. Hasta que esto no se dé […], no habrá aún
verdadera comunicación. No hablamos de comunicación
íntima, sentimental, personalizada. Hablamos de
comunicación verdadera (porque la verdadera comunicación
es íntima, sentimental, personalizada, aunque sea
también abstracta, universal y objetiva)».
Resulta
fácil advertir el cúmulo de sugerencias que transmiten
estos párrafos, entresacados un tanto al azar entre
otros de semejante calibre: por ejemplo, las fronteras
insuperables que, hoy por hoy, presenta Internet para
una auténtica comunicación personal… a pesar de los
avances innegables que en esta misma dirección se están
realizando. Pero las dimensiones de este escrito impide
desarrollarlas como sería deseable.
Continuará
Lic. Rosa Elena Ponce V. |