Una simpática historia que nos muestra la percepción
infantil
Por Anita Irigoyen
Hubo una época en mi vida en la que solía viajar con
cierta regularidad. Aprovechaba los viajes de
capacitación de mi esposo para, ni corta ni perezosa,
unírmele y aprovechar la salidita.
Cada vez que mi esposo salía a algún lugar -al que yo no
pudiera acompañarle, le incluía una notita de aprecio y
de ánimo. En cierta ocasión, se la escondí en un zapato.
Al día siguiente, al calzarse el mismo, él notó que
aquel zapato no se sentía igual que el otro, por lo que,
en medio de la reunión en que se encontraba, se quitó el
zapato y, discretamente, se fijó en el interior del
mismo.
Al hallar el papelito, lo sacó y, al leer su contenido,
no pudo ocultar una sonrisa y el sentirse especial el
resto del día.
Esta práctica de dejarnos notas se volvió común en
nuestra familia. En una ocasión en la que viajábamos mi
esposo y yo, les escribimos sendas notitas a nuestros
dos hijos diciéndoles que les amábamos y que esperábamos
que se comportaran bien con su abuela, quien quedaba
encargada de ellos durante nuestro viaje.
La mañana que salimos de viaje, colocamos las notitas en
sus mesitas de noche, junto a sus camas, mientras aun
dormían. Al mayor de los dos (de 10 años), le escribimos
"Hijo de mi alma", mientras que al menor (de tan sólo
7), "Hijo de mi vida".
Estábamos convencidos de que no habíamos discriminado en
contra de ninguno y que ambos comprenderían que les
amábamos por igual.
Cual fue nuestra sorpresa cuando, al volver del viaje,
el más pequeño de los dos, se me acercó en privado, y
muy serio, para reclamarme. Me preguntó por qué me había
referido a él como "Hijo de mi vida".
El habría querido que me hubiese referido a él como
"Hijo de mi alma". Un tanto asombrada por la inquietud
del pequeñín, le pregunté por qué creía que había alguna
diferencia entre ambas frases.
El contestó: "Mamá, acaso no ves que la vida se acaba y
el alma no".
Lic. Rosa Elena Ponce V. |