Por Tomás
Melendo
Director de los Estudios Universitarios sobre la
Familia
Universidad de Málaga (UMA), España
Espíritu positivo
Si deseamos que nuestro cónyuge se corrija en algún
detalle, es importante intentar hacerle las
observaciones oportunas del modo más positivo posible,
de forma que resulten más aceptables y no demasiado
amargas.
Por ejemplo, en vez de espetar: «Eres un egoísta. No me
harías un favor incluso aunque vieras que me estaba
muriendo. Pero de tus cosas nunca te olvidas», podría
decirse: «Tu descuido me ha causado pena. Estaba tan
segura de ti. Para mí era tan importante…».
O en lugar de acusar: «Ayer me hablaste en un tono del
todo improcedente», cabría insinuar: «Perdona, en la
conversación de anoche perdí un poco los estribos,
estaba nervioso y excitado… y conseguí sacarte también a
ti de tus casillas».
Búsqueda sincera de la verdad
Como anunciaba, en la medida en que verse sobre
cuestiones más de fondo, y sobre todo cuando se trate de
resolver posibles problemas, el esfuerzo de comunicación
entre los cónyuges no debe tender solo a manifestar lo
que uno y otro sienten y piensan, sino también —y más
aún— a descubrir la verdad del asunto que llevan entre
manos y juntos pretenden esclarecer.
El objetivo radical de la comunicación es el
conocimiento de la verdad, único modo eficiente de
conjurar al tiempo el peligro de sentirse solos.
No se trata, por tanto, principalmente, de exponer lo
que creen ver los sujetos dentro de sí, sino sobre todo
cuál es la realidad de las cosas, externas e internas.
Y así, por acudir a un ejemplo bastante común, no sería
suficiente que los padres llegaran al acuerdo de
permitir al chico o a la chica de 12-13 años salir
habitualmente las noches de los fines de semana y volver
a casa al amanecer; como tampoco sería fruto de
auténtica comunicación en la verdad acordar sin
motivo justificado no acoger a los hijos que Dios quiera
enviar durante los primeros años de matrimonio (o más
tarde, como es obvio).
En los dos supuestos, la común decisión y concierto de
la pareja atenta contra la naturaleza de la familia y no
puede producir auténticos frutos de paz y alegría y
hacernos efectivamente salir de nuestro aislamiento.
Constituyen tan solo apariencias de comunicación,
puesto que no dan a conocer la realidad ni se adecuan a
su deber-ser.
En cualquier caso, conviene insistir de nuevo en que los
esfuerzos positivos por establecer una cada vez más rica
comunicación entre los cónyuges y por adaptar el propio
modo de ser a los deseos y necesidades de nuestra pareja
resulta un elemento clave para convertir el matrimonio
en lo que debe ser: una aventura apasionante.
No es cosa fácil.
Como recuerda Federico Suárez, «hacer que dos personas
de distinto sexo (lo que implica distinta psicología,
distinto modo de discurrir y de ver las cosas, distinta
sensibilidad), gustos desemejantes, carácter diverso —y
a veces, contrario—, en ocasiones diferentes creencias o
convicciones, acaben acoplándose de tal modo que se
complementen a la perfección, es una hazaña que requiere
algo más que saber lo que tienen que hacer para tener
hijos y una vaga intuición sobre el modo de educarlos,
pues reclama cierta dosis (a veces gran dosis) de
comprensión, de paciencia con los defectos del otro
(todos tenemos defectos) o con su modo de ser,
abnegación, espíritu de sacrificio, sentido de la
proporción…».
Continuará
Lic. Rosa Elena Ponce V. |