Por Dan Schaeffer
Salía de mi casa en el auto para ir a hacer una
diligencia cuando vi que mi hijo se me acercaba
corriendo: "¡Te tengo un regalo, papá!". "¿De veras?",
le dije molesto, porque me estaba demorando. Abrió sus
deditos para mostrarme lo que, para un niño de cinco
años, era un verdadero tesoro. "Los encontré y son para
vos", me dijo.
En aquellas manos pequeñas había una bolita, un viejo
cochecito metálico de carreras, una banda elástica rota
y otras cosas que no recuerdo. "Tómalos, papá", insistió
mi hijo, orgullosísimo. "En este momento no puedo, hijo;
tengo que irme. ¿Por qué no me los guardas en el
garaje?". Su sonrisa se desvaneció, y desde el momento
en que me alejé sentí remordimientos. Más tarde, cuando
regresé, le pregunté a mi hijo: "¿Dónde están esos
regalos tan bonitos que me ibas a dar?". Él respondió
que se los había dado a su amigo Tony porque creyó que
yo no los quería.
La decisión de mi hijo me dolió, pero la merecía; no
únicamente porque puso de relieve mi desconsiderada
reacción, sino porque me hizo recordar a otro niñito.
Era el cumpleaños de su hermana mayor, y al chico le
habían dado dos pesos para que le comprara un regalo.
Recorrió toda la juguetería varias veces, pues el
obsequio debía ser algo especial. Por fin lo vio: una
máquina de plástico despachadora de goma de mascar,
llena de tesoros de vivos colores. Tuvo ganas de
mostrársela a su hermana en cuanto llegó a la casa, pero
logró valientemente contenerse.
Más tarde, en la fiesta de cumpleaños y frente a sus
amigos, la hermana empezó a abrir sus regalos. Con cada
uno lanzaba una exclamación de gusto, y con cada
exclamación la emoción del niño crecía. Como aquellos
chicos de ocho años podían gastar más de dos pesos en un
regalo, su paquete empezó a parecerle pequeño e
insignificante. Pero no perdió la esperanza de ver
brillar los ojos de su hermana en cuanto lo abriera.
Cuando ella por fin lo desenvolvió, el niño advirtió su
decepción, su vergüenza incluso. Algunas de sus
amiguitas trataban en vano de contener la risa. El
pequeño se mostró lastimado y confundido. Se fue al
patio trasero de su casa y se puso a llorar.
La situación se repetía, pero ya no se trataba de mi
hermana y de mí. En esta ocasión era mi hijo.
Al acercarse la Navidad, les dimos dinero a los chicos
para que compraran obsequios en una feria escolar de
artesanías. Hicieron un gran esfuerzo para no decirme lo
que me iban a regalar; sobre todo mi hijo. No pasaba un
solo día sin que me pidiera que tratara de adivinar. En
la mañana del día de Navidad insistió en que yo abriera
primero su regalo. Lo hice y en verdad nunca había
recibido nada tan hermoso. Pero ya no lo miraba con los
ojos cansados de un hombre de 33 años, sino con los ojos
vivaces de un niño de cinco. Era un tiranosaurio verde,
de plástico.
Mi hijo, muy emocionado, me explicó que lo mejor del
animal era que sus garras delanteras hacían las veces de
sujetadores, de manera que yo podía llevarlo prendido
siempre a la ropa. Su mirada reflejaba expectativa y
amor. Me di cuenta de que debió de mortificarse en la
feria para encontrar el regalo que mejor pudiera
expresar lo que sentía por mí. Así que me prendí el
dinosaurio a la solapa, exclamé que era espléndido, y
que sí, que él había acertado al elegirlo.
La próxima vez que vea usted a un adulto con una burda
corbata de papel, o un fantástico tatuaje (desprendible)
de una oruga, de esos que cuestan cualquier cosa, no lo
compadezca. Si le dice que se ve ridículo, seguramente
le contestará: "Puede ser que sí, pero tengo un hijo de
cinco años que piensa que soy lo máximo, y por ningún
dinero del mundo voy a quitarme esto".
Lic. Rosa Elena Ponce V. |