Alfonso
Aguiló
Tomado de
Novedades Fluvium
De
la misma manera que la inteligencia humana logra sacar
del petróleo energía para que los aviones vuelen, o
consigue producir luz eléctrica a partir del agua
embalsada, también la inteligencia puede y debe actuar
para obtener lo mejor de nuestra vida sentimental.
Pensemos, por ejemplo, en un sentimiento de miedo que
nos está empujando a actuar cobardemente y traicionar
nuestros principios. Ante ese estímulo, quizá deseamos
claudicar, pero, al tiempo, queremos sobreponernos y
superar el miedo. Ese doble nivel supone una doble
incitación, una doble llamada, un doble obstáculo: de
nuevo vemos que unos valores sentidos nos llaman desde
nuestro corazón, y unos valores pensados desde nuestra
cabeza.
Ante
ese dilema, decidimos. Y, al hacerlo, entregamos el
control de nuestro comportamiento a una u otra
instancia: a la cabeza o al corazón. Lo propiamente
humano es actuar de acuerdo con los dictados de sus
valores pensados, aunque en algunos casos esos valores
estén inevitablemente enfrentados al sentimiento.
—Hablas de dar prioridad a la cabeza sobre el corazón:
¿eso no conduce a estilos de vida fríos y cerebrales,
ajenos a los sentimientos?
No
se trata de partir al hombre en dos mitades: la cabeza y
el corazón. Es preciso integrar cabeza y corazón, y el
hecho de que la inteligencia tutele la vida sentimental
no quiere decir que deba aniquilarla. Al contrario, la
inteligencia –si es verdaderamente inteligente, y perdón
por la redundancia– debe preocuparse de educar los
sentimientos; no dedicarse a apagarlos sistemáticamente,
sino a estimular unos y contener otros, según sean
buenos o malos, adecuados o inadecuados.
Por
ejemplo, la indignación puede ser adecuada o inadecuada.
Ante una situación de injusticia grave que presenciamos,
lo adecuado es sentir indignación, y si no es así, será
quizá porque no percibimos esa injusticia (y esa
ignorancia puede ser culpable), o porque percibimos la
injusticia pero nos deja indiferentes (quizá por una
mala insensibilidad, o por falta de compasión y de
sentido de la justicia), o porque incluso nos alegra (en
cuyo caso hay odio o envidia).
Sentir indignación ante la injusticia es algo positivo.
Lo que probablemente ya no lo será es que esa
indignación nos lleve a la furia, la rabia o la pérdida
del propio control.
—Entonces, ¿cuál es la misión de la inteligencia en la
educación de los sentimientos?
Debemos utilizar los afectos –vuelvo a glosar a José
Antonio Marina– como utilizamos, por ejemplo, las
fuerzas de la naturaleza. No podemos alterar las mareas,
ni el viento, ni el encrespamiento del oleaje, pero
podemos utilizar su fuerza para navegar.
El
viento, la marea, el oleaje, las tormentas, etc., son
como las fuerzas de los sentimientos espontáneos: surgen
sin que podamos hacer nada por evitarlos, al menos en
ese momento. Gracias a la inteligencia, podemos hacer
que nuestra vida tome un determinado rumbo afectivo, con
objeto de llegar al puerto de destino que buscamos. Para
lograrlo, es preciso contar con esas fuerzas
irremediables de nuestra afectividad primaria, pero
sabiendo emplearlas de modo inteligente. El manejo del
timón y nuestra habilidad con el juego de las velas es
como la guía que la inteligencia ejerce sobre los
sentimientos a través de la voluntad.
Una inteligente educación de los sentimientos y de la
voluntad hará que sepamos adónde queremos ir, escojamos
la mejor ruta, preveamos en lo posible las inclemencias
del tiempo, y manejemos con pericia nuestros propios
recursos para hacer frente a los vientos contrarios y
aprovechar lo mejor posible los favorables.
Lic. Rosa Elena Ponce V. |