Por Emilio Freixas
Un
cuento para compartir con nuestros pequeños en esta
temporada navideña
La
pobre Isabel se disponía a acostarse en su lecho de
paja, cuando irrumpió en el cuartucho su madrastra, que
la odiaba y envidiaba por su natural hermosura y bondad,
que eclipsaba completamente a su hija, Andrea, fea y
mala por añadidura, a pesar de que la desgraciada Isabel
iba siempre cubierta de harapos, maltratada y
hambrienta, y, sin embargo, de su cara y sus bellos ojos
irradiaba tal bondad y dulzura sin límites que atraía en
seguida el cariño de cuantos la trataban, exceptuando,
claro está, a su madrastra y hermanastra, que muertas de
envidia procuraban que no pudiera ver a nadie para que
no se prendara de ella.
Como
decíamos, la madrastra entró como una tromba en la
miserable habitación de Isabel, y echando lumbre por los
ojos, le gritó destempladamente: “Tengo que ir mañana a
la ciudad y como he de hacer un obsequio, necesito un
ramo de tulipanes; así es que sal inmediatamente al
bosque a buscarlos y no vuelvas sin ellos. Si no, ya
sabes lo que te espera.”
A todo
esto no hemos dicho que esta escena transcurría en el
mes de diciembre, cuando en aquel lejano país todo
estaba cubierto de una gruesa capa de nieve y era
completamente imposible hallar flor alguna en ningún
sitio, y menos tulipanes, que jamás se han criado en los
bosques; por lo que ya se ve que lo que se proponía la
malvada mujer era que la pobre niña se perdiera entre
los árboles y no volviera más por la casa, con lo que
esperaba librarse de ella para siempre.
Así es
que la pobre pequeña pronto se vio fuera de la casa, en
medio de la cruda noche de diciembre, andando
penosamente sobre la nieve, en busca de aquellos
tulipanes imposibles de hallar.
Cuando
la pequeña, extenuada, se iba a dejar caer en la nieve
sin fuerzas ya para continuar, se hallo frente a una
reconfortadota hoguera y alrededor de ella a doce
hombrecillos vestidos con trajes de brillantes colores,
calentándose tranquilamente, y en medio de ellos,
sentado en una especie de trono, se hallaba el mas
anciano de todos, el cual, al divisar a la pequeña, le
preguntó muy extrañado: “¿Qué buscas aquí niña?”
A lo
que contestó Isabel: “Mi madrastra me mandó a buscar
tulipanes al bosque, amenazándome con castigarme si no
cumplo su mandato.”
El
anciano respondió: “¿Cómo es eso, tulipanes en diciembre
y en el bosque? Bien, niña, no te desesperes –dijo, y
llamando a uno de sus compañeros, que era mucho más
joven que él, le indicó-: Oye, mes de Abril, siéntate en
mi sitio y reina tú por ahora.”
El mes
de Abril se sentó en el trono y al punto lució el sol,
se fundió la nieve y brotaron en el bosque innumerables
flores, entre ellas unos hermosos tulipanes de
brillantes colores, que Isabel se apresuró a recoger,
llena de alegría y agradecimiento a aquellos
hombrecillos que, como ya se habrán figurado, no eran
otros que los doce meses del año, y que tan
generosamente la habían ayudado. Enseguida se fue lo más
rápidamente que pudo a su casa.
Cuando
la madrastra la vio llegar con los tulipanes, llena de
sorpresa y de ira le gritó: “¿Cómo tan pocos tulipanes
has traído? Vuelve enseguida al bosque y tráeme un cesto
de cerezas que me hacen falta para la comida de mañana.”
Nuevamente la niña emprendió la dolorosa peregrinación,
hasta que encontró otra vez a los doce meses del año y
les contó el extraño encargo de su madrastra, a lo que
contestó el anciano mes de Diciembre: “Bien, es este un
encargo parecido al anterior; sin embargo, te complaceré
también” y llamando al mes de Agosto le hizo sentar en
el trono. Inmediatamente un prodigio tan extraordinario
como el primero se produjo. Nuevamente salió el sol, la
nieve se fundió y los abetos se convirtieron en hermosos
cerezos que ofrecían a Isabel sus sabrosos frutos. La
niña llenó rápidamente su cesto y regresó a su casa, no
sin antes dar emocionada las gracias y besar al anciano
mes de Diciembre.
Esta
vez, al furor de la madrastra se unió la envidia de ver
que para aquella niña no había obstáculo que se le
opusiera. Así es que llena de rabia esparció de un
manotazo las cerezas por el suelo, y llamando a su hija
le contó lo que había ocurrido, pensando que si Isabel
había encontrado con tanta facilidad cosas tan
imposibles de hallar en aquella época del año también
podían ellas hallar montones de monedas de oro o algo
parecido.
Así
que, maltratando duramente a la pequeña Isabel, la
obligaron a que les dijera en que sitio había encontrado
las cerezas y los tulipanes y quien se los había dado.
Una vez
obtenida la información, cogieron un saco la madrastra y
otro su hija y se lanzaron lo más de prisa que pudieron
a través del bosque, hasta que llegaron al lugar donde
ardía la hoguera con los doce meses del año sentados
alrededor de ella.
Cuando
el mes de Diciembre las vio llegar, les preguntó con
aire severo: “¿Qué buscan aquí?”
A lo
que respondió la madrastra agriamente: “Queremos que no
seas tan tacaño como has sido con Isabel, y en lugar de
tulipanes y cerezas nos llenes estos sacos de monedas de
oro.”
Entonces el anciano les dijo: “Miren, ya los tienen
llenos”
Dicho
esto, desapareció de su vista y lo mismo ocurrió con
todos sus compañeros. Efectivamente los dos sacos
estaban repletos de oro; entonces la madrastra y su
hija, con los ojos brillantes por la codicia, empezaron
a arrastrar fatigosamente los pesados sacos por la
nieve, y como se encontraban en una pendiente, la nieve
se fue acumulando alrededor con el esfuerzo, hasta que
se formó una gran masa que rodó pendiente abajo junto
con ellas y los sacos, quedando envueltas en aquel alud
y desapareciendo para siempre. Desde entonces, la paz
volvió a reinar en casa de Isabel.
Lic. Rosa Elena Ponce V. |