Por Emilio Freixas
Un cuento para compartir con nuestros pequeños en esta
temporada navideña
Al cabo
de algún tiempo, el arzobispo de Assalon fue de visita
al monasterio donde residía el abad, lo que fue
aprovechado por éste para interceder en favor del ladrón
del bosque de Goinge, y, al mismo tiempo, le contó lo
que le dijo la mujer sobre la leyenda del jardín
encantado, a lo que respondió el arzobispo: «Si esto es
cierto y me trae una sola flor de ese jardín
maravillosos le prometo que intercederé para que ese
hombre sea perdonado y se le permita vivir entre gente
civilizada.»
Cuando
llegó la víspera de la noche de Navidad, la mujer del
ladrón se presentó de nuevo en el monasterio, y el buen
abad, acompañado de un laico algo incrédulo y
malhumorado por la incómoda excursión, que desconfiaba
de la mujer y temía que les tendiera una emboscada, se
dirigieron al lugar donde, según ella, se verificaba el
prodigio.
Efectivamente, al llegar la media noche se oyó el
redoblar de unas lejanas campanas e inmediatamente se
iluminó el claro del bosque que tenían enfrente,
fundiéndose la nieve, al tiempo que por todas partes
brotaban hermosísimas flores, muchas de ellas propias de
países cálidos y que, por lo tanto, eran casi,
desconocidas allí. El ambiente se tornó tibio y se
inundó de perfumes embriagadores, los pájaros de
brillantes colores revoloteaban cantando, fundiéndose su
voz maravillosamente con el sonido de las campanas que
no cesaban.
Ante
aquel prodigio el abad cayó de rodillas embelesado; pero
el laico, indignado, protestó airadamente, gritando que
aquello era inadmisible, y que debía de ser obra del
demonio. En cuanto los destemplados reniegos del laico
se dejaron oír, todo el encanto del prodigio
desapareció, la nieve y el silencio volvieron a reinar,
y los pájaros y las flores fueron desapareciendo poco a
poco.
El
abad, al ver aquello, se lanzó sobre la última rosa que
quedaba; pero para intentar atraparla hundió su mano en
la nieve, la cual quedó oculta por ella, así como parte
de su cuerpo. Aquella penosa impresión no pudo
resistirla el buen anciano, y debido a ella entregó allí
mismo su alma a Dios.
El
laico, asustado por el efecto de su falta de fe, y muy
compungido por la desgracia, procedió, con la ayuda de
la mujer del ladrón y de éste mismo, al que llamó la
mujer, a trasladar al abad al monasterio, en cuyo jardín
fue enterrado, y cuál no sería la sorpresa de la
comunidad del monasterio cuando en la Navidad siguiente
se vio brotar de la tumba del abad una hermosa rosa, y
al tratar de averiguar en dónde estaba enraizada se vio
que salía de la propia mano del abad. Ante aquel nuevo
prodigio, el arzobispo, en cuanto se enteró, logró hacer
perdonar al arrepentido ladrón, el cual, junto con su
familia, volvieron a la civilización, sin que jamás
tuviera nadie nada que decir de ellos.
Durante
muchos años el laico incrédulo acudió en las noches de
Navidad al mismo claro del bosque en espera de que se
volviera a producir el prodigio, hasta que por fin, ya
muy anciano, tan anciano como el difunto abad, logró
verlo nuevamente. Entonces comprendió que volvía a estar
en gracia de Dios.
Lic. Rosa Elena Ponce V. |