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www.emergencia.org.mx           Dic. 24, 2007    Boletín No. 460


 

 

 

 

La Noche Maravillosa

Por Emilio Freixas

Un cuento para compartir con nuestros pequeños en esta Navidad

Como todos saben, en la fría noche de un 24 de diciembre, Jesús nació en un destartalado pesebre, donde habían tenido que refugiarse la Virgen María y su esposo José. El viento de la noche entraba por todas partes, y a pesar de que el buey y la mula que allí se encontraban procuraban dar al pequeño el calor de su cuerpo y el de su templado aliento, el frío iba haciendo presa en la madre y el hijo. Angustiado José, al ver que no lograba abrigar convenientemente al Divino Niño y a María, intentó encender fuego sin conseguirlo. Entonces salió del establo, decidido a buscar a alguien que pudiera proporcionarle el fuego de que carecía.

No muy lejos de allí descubrió una fogata alrededor de la cual se agrupaba un pequeño rebaño, junto con su pastor y el perro guardián. El pastor, que dormitaba al pie de una encina, protegido del frío de la noche por el calor de la fogata, era un robusto anciano de blanca barba y cara de pocos amigos.

José se acercó al pastor para pedirle algo de fuego, y al ruido de sus pasos levantó la cabeza el viejo pastor. Éste sabía que su perro guardián era un fiero animal que no dejaba que se acercara nadie al rebaño sin atacarle con furia, y confiaba, por lo tanto, en que ahuyentaría al intruso, pero muy asombrado comprobó que el animal, al ver acercarse a José, tan sólo levantó ligeramente la cabeza y volvió á dormirse plácidamente.

Al pastor, que, como hemos dicho, era hombre malhumorado, le hubiera gustado que su perro se lanzase sobre el que él consideraba un indeseable visitante, por lo que recibió muy a regañadientes al esposo de la Virgen cuando éste se acercó, pidiéndole humildemente un poco de fuego.

A pesar de todo, no se negó a la petición; pero sonriendo socarronamente le dijo: «Puedes tomar las brasas que quieras, pero tienes que cogerlas con las manos y ponerlas luego en tu manto para llevártelas.»

Con ello pensaba que José no se atrevería a tocar el fuego y le dejaría dormir en paz; pero éste, sin inmutarse ni poco ni mucho y sin decir palabra, extendió su manto en el suelo, cogiendo tranquilamente las brasas con sus desnudas manos, y las fue depositando encima de él sin que ni sus manos ni el manto se quemaran en absoluto; luego lo recogió todo y, dando las gracias al pastor, se dispuso a marchar.

En esto el pastor, que no salía de su asombro, no pudo menos que preguntar: «¿Qué es lo que ocurre esta noche que ni mi perro ladra ni muerde ni el fuego quema?»

A lo que respondió José: «Eso deberás de verlo tú mismo; si tu no lo ves, yo no te lo puedo explicar.» Dicho esto, regresó al establo.

El viejo pastor estaba decidido a encontrar una explicación a todo aquello, e incitado por la curiosidad se levantó y siguió a José. Pronto pudo darse cuenta de la pobreza en que se hallaba el buen San José y su familia, tan mal guarecidos en aquel miserable establo en donde entraba el frío por todas partes; así es que, a la vista del desvalido niño que tiritaba acunado por los amorosos brazos de su madre, su endurecido corazón se ablandó, y quitándose la zamarra de piel de cordero cubierta de blanca y esponjosa lana, se la dio a la Virgen María para que con ella abrigara el cuerpecito del Niño Jesús, y cuando aun no había terminado de hacerlo, los ojos de su alma se abrieron y vio lo que hasta entonces no había logrado ver:

El Niño Jesús resplandecía como el sol y una blanca estrella se había posado sobre el establo, en tanto que numerosos ángeles les rodeaban llenos de gozo. Entonces comprendió las palabras de José y los misterios de aquella noche maravillosa, en tanto que su corazón se abría para siempre al amor y la caridad.

Lic. Rosa Elena Ponce V. 

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