Por Emilio Freixas
Un
cuento para compartir con nuestros pequeños en esta
Navidad
Como
todos saben, en la fría noche de un 24 de diciembre,
Jesús nació en un destartalado pesebre, donde habían
tenido que refugiarse la Virgen María y su esposo José.
El viento de la noche entraba por todas partes, y a
pesar de que el buey y la mula que allí se encontraban
procuraban dar al pequeño el calor de su cuerpo y el de
su templado aliento, el frío iba haciendo presa en la
madre y el hijo. Angustiado José, al ver que no lograba
abrigar convenientemente al Divino Niño y a María,
intentó encender fuego sin conseguirlo. Entonces salió
del establo, decidido a buscar a alguien que pudiera
proporcionarle el fuego de que carecía.
No muy
lejos de allí descubrió una fogata alrededor de la cual
se agrupaba un pequeño rebaño, junto con su pastor y el
perro guardián. El pastor, que dormitaba al pie de una
encina, protegido del frío de la noche por el calor de
la fogata, era un robusto anciano de blanca barba y cara
de pocos amigos.
José se
acercó al pastor para pedirle algo de fuego, y al ruido
de sus pasos levantó la cabeza el viejo pastor. Éste
sabía que su perro guardián era un fiero animal que no
dejaba que se acercara nadie al rebaño sin atacarle con
furia, y confiaba, por lo tanto, en que ahuyentaría al
intruso, pero muy asombrado comprobó que el animal, al
ver acercarse a José, tan sólo levantó ligeramente la
cabeza y volvió á dormirse plácidamente.
Al
pastor, que, como hemos dicho, era hombre malhumorado,
le hubiera gustado que su perro se lanzase sobre el que
él consideraba un indeseable visitante, por lo que
recibió muy a regañadientes al esposo de la Virgen
cuando éste se acercó, pidiéndole humildemente un poco
de fuego.
A pesar
de todo, no se negó a la petición; pero sonriendo
socarronamente le dijo: «Puedes tomar las brasas que
quieras, pero tienes que cogerlas con las manos y
ponerlas luego en tu manto para llevártelas.»
Con
ello pensaba que José no se atrevería a tocar el fuego y
le dejaría dormir en paz; pero éste, sin inmutarse ni
poco ni mucho y sin decir palabra, extendió su manto en
el suelo, cogiendo tranquilamente las brasas con sus
desnudas manos, y las fue depositando encima de él sin
que ni sus manos ni el manto se quemaran en absoluto;
luego lo recogió todo y, dando las gracias al pastor, se
dispuso a marchar.
En esto
el pastor, que no salía de su asombro, no pudo menos que
preguntar: «¿Qué es lo que ocurre esta noche que ni mi
perro ladra ni muerde ni el fuego quema?»
A lo
que respondió José: «Eso deberás de verlo tú mismo; si
tu no lo ves, yo no te lo puedo explicar.» Dicho esto,
regresó al establo.
El
viejo pastor estaba decidido a encontrar una explicación
a todo aquello, e incitado por la curiosidad se levantó
y siguió a José. Pronto pudo darse cuenta de la pobreza
en que se hallaba el buen San José y su familia, tan mal
guarecidos en aquel miserable establo en donde entraba
el frío por todas partes; así es que, a la vista del
desvalido niño que tiritaba acunado por los amorosos
brazos de su madre, su endurecido corazón se ablandó, y
quitándose la zamarra de piel de cordero cubierta de
blanca y esponjosa lana, se la dio a la Virgen María
para que con ella abrigara el cuerpecito del Niño Jesús,
y cuando aun no había terminado de hacerlo, los ojos de
su alma se abrieron y vio lo que hasta entonces no había
logrado ver:
El Niño
Jesús resplandecía como el sol y una blanca estrella se
había posado sobre el establo, en tanto que numerosos
ángeles les rodeaban llenos de gozo. Entonces comprendió
las palabras de José y los misterios de aquella noche
maravillosa, en tanto que su corazón se abría para
siempre al amor y la caridad.
Lic. Rosa Elena Ponce V. |