Un
cuanto para compartir con los más pequeñitos de la casa
Por Emilio Freixas
Era
la Nochebuena, la noche santa, y las estrellas brillaban
en el cielo con gran fulgor. El viejo campesino,
enfundado en su grueso chaquetón y fumando su negra
pipa, recogió, ayudado por su pastor, a los animales de
la hacienda, los acomodó en el establo y luego puso en
los pesebres doble cantidad de heno; ¿no era justo que
en tan memorable noche los pobres animales celebraran su
Nochebuena?
El
anciano dueño del caserón, que vivía siempre solo con el
pastor y que era muy piadoso, tenía la costumbre de
encender cada año, en tan destacada fecha, tres velas
que colocaba junto a la puerta del establo; una por el
alma de su esposa que en el cielo se hallaba, otra por
el pastor y otra por él. El buen hombre pensaba que si
la iglesia del pueblo brillaba como una brasa de oro con
el resplandor de los cirios en esa noche, y como sea que
el buen Jesús no desdeñó nacer en un humilde pesebre, en
el que había como en el suyo, además de otros animales,
un asno y un buey, bien podía él iluminar su establo
también. Así es que una vez hubo cumplido con la
costumbre de cada año, cerró las puertas y se dirigió,
acompañado del pastor y desafiando el intenso frío y la
nieve que cubría el camino a la iglesia para oír
fervorosamente la Misa del Gallo.
Al
dar las doce en el alto reloj del campanario, los
animales del establo se removieron y sacudieron su
sueño. De pronto, el gallo cantó, diciendo:
«¡Quiquiriquí!, ¡cocorocó!, ¡el Niño Jesús nació!.»
El
buey, con su gruesa e imponente voz, le contestó: «Muuú,
¿le has visto tú?»
«¡No! -contestó el gallo-, pero lo sé. ¡Quiquiriquí!, ¡quiquiriqué!»
Y
los patos dijeron: «¡Vamos a verIe, vamos ya! ¡Cuá, cuá,
cuá !»
Los
cochinitos gritaron: «¡Ojhó, ojhó! y ¿dónde nació?»
Y
las cabritas balaron diciendo: «¡En Beleeén!»
Y el
asno siguió: «¡Ojjí, ojjí!, vamos pronto allí.»
Los
animalitos, afanosos, se agolparon a la puerta para
poder salir e ir a adorar al Divino Niño; pero ¡oh, qué
lástima !, la puerta tenía el cerrojo echado y sólo unos
pajaritos que vivían entre las carcomidas vigas pudieron
salir volando por una pequeña ventana abierta en el
muro, chillando alegremente y glorificando al Redentor.
Entonces los pobres animales que quedaban encerrados en
el establo se reunieron y en vista de que no podían
salir y de que su dueño se hallaba adorando al Niño
Jesús ante el altar, acordaron que ellos debían de
hacerlo a su manera y ¡cuánto les hubiera gustado, mis
pequeños amigos, contemplar aquellos buenos animalitos,
unos arrodillados y otros en dos patas, las gallinas y
los patos batiendo sus alas y entonando todos a su
manera los más extraordinarios y raros villancicos!
Y es
que en esa santa noche, y aunque nosotros no los
entendamos, los animales hablan y las plantas y las
flores exhalan sus aromas más intensos, en tanto que los
ángeles entonan sus dulces cánticos y tañen sus
celestiales arpas.
Lic. Rosa Elena Ponce V. |