Tomado de: Mamerto
Menapace, Entre el brocal y la fragua, Buenos Aires,
Editorial Patria Grande
Cuenta
una leyenda rusa que fueron cuatro los Reyes Magos.
Luego de haber visto la estrella en el oriente,
partieron juntos llevando cada uno sus regalos de oro,
incienso y mirra. El cuarto llevaba vino y aceite en
gran cantidad, cargado todo en los lomos de sus
burritos.
Luego
de varios días de camino se internaron en el desierto.
Una noche los agarró una tormenta. Todos se bajaron de
sus cabalgaduras, y tapándose con sus grandes mantos de
colores, trataron de soportar el temporal refugiados
detrás de los camellos arrodillados sobre la arena. El
cuarto Rey, que no tenía camellos, sino sólo burros
buscó amparo junto a la choza de un pastor metiendo sus
animalitos en el corral de pirca. Por la mañana aclaró
el tiempo y todos se prepararon para recomenzar la
marcha. Pero la tormenta había desparramado todas las
ovejitas del pobre pastor, junto a cuya choza se había
refugiado el cuarto Rey. Y se trataba de un pobre pastor
que no tenía ni cabalgadura, ni fuerzas para reunir su
majada dispersa.
Nuestro
cuarto Rey se encontró frente a un dilema. Si ayudaba al
buen hombre a recoger sus ovejas, se retrasaría de la
caravana y no podría ya seguir con sus Camaradas. El no
conocía el camino, y la estrella no daba tiempo que
perder. Pero por otro lado su buen corazón le decía que
no podía dejar así a aquel anciano pastor. ¿Con qué cara
se presentaría ante el Rey Mesías si no ayudaba a uno de
sus hermanos?
Finalmente se decidió por quedarse y gastó casi una
semana en volver a reunir todo el rebaño disperso.
Cuando finalmente lo logró se dio cuenta de que sus
compañeros ya estaban lejos, y que además había tenido
que consumir parte de su aceite y de su vino
compartiéndolo con el viejo. Pero no se puso triste. Se
despidió y poniéndose nuevamente en camino aceleró el
tranco de sus burritos para acortar la distancia. Luego
de mucho vagar sin rumbo, llegó finalmente a un lugar
donde vivía una madre con muchos chicos pequeños y que
tenía a su esposo muy enfermo. Era el tiempo de la
cosecha. Había que levantar la cebada lo antes. Posible,
porque de lo contrario los pájaros o el viento
terminarían por llevarse todos los granos ya bien
maduros.
Otra
vez se encontró frente a una decisión. Si se quedaba a
ayudar a aquellos pobres campesinos, sería tanto el
tiempo perdido que ya tenía que hacerse a la idea de no
encontrarse más con su caravana. Pero tampoco podía
dejar en esa situación a aquella pobre madre con tantos
chicos que necesitaba de aquella cosecha para tener pan
el resto del año. No tenía corazón para presentarse ante
el Rey Mesías si no hacía lo posible por ayudar a sus
hermanos. De esta manera se le fueron varias semanas
hasta que logró poner todo el grano a salvo. Y otra vez
tuvo que abrir sus alforjas para compartir su vino y su
aceite.
Mientras tanto la estrella ya se le había perdido. Le
quedaba sólo el recuerdo de la dirección, y las huellas
medio borrosas de sus compañeros. Siguiéndolas rehizo la
marcha, y tuvo que detenerse muchas otras veces para
auxiliar a nuevos hermanos necesitados. Así se le fueron
casi dos años hasta que finalmente llegó a Belén. Pero
el recibimiento que encontró fue muy diferente del que
esperaba. Un enorme llanto se elevaba del pueblito. Las
madres salían a la calle llorando, con sus pequeños
entre los brazos. Acababan de ser asesinados por orden
de otro rey. El pobre hombre no entendía nada. Cuando
preguntaba por el Rey Mesías, todos lo miraban con
angustia y le pedían que se callara. Finalmente alguien
le dijo que aquella misma noche lo habían visto huir
hacia Egipto.
Continuará mañana
Lic. Rosa Elena Ponce V. |