Tomado de: Mamerto
Menapace, Entre el brocal y la fragua, Buenos Aires,
Editorial Patria Grande
Quiso emprender inmediatamente su seguimiento, pero no
pudo. Aquel pueblito de Belén era una desolación. Había
que consolar a todas aquellas madres. Había que enterrar
a sus pequeños, curar a sus heridos, vestir a los
desnudos. Y se detuvo allí por mucho tiempo gastando su
aceite y su vino. Hasta tuvo que regalar alguno de sus
burritos, porque la carga ya era mucho menor, y porque
aquellas pobres gentes los necesitaban más que él.
Cuando finalmente se puso en camino hacia Egipto, había
pasado mucho tiempo y había gastado mucho de su tesoro.
Pero se dijo que seguramente el Rey Mesías sería
comprensivo con él, porque lo había hecho por sus
hermanos.
En
el camino hacia el país de las pirámides tuvo que
detener muchas otras veces su marcha. Siempre se
encontraba con un necesitado de su tiempo, de su vino o
de su aceite. Había que dar una mano, o socorrer una
necesidad. Aunque tenía temor de volver a llegar tarde,
no podía con su buen corazón. Se consolaba diciéndose
que con seguridad el Rey Mesías sería comprensivo con
él, ya que su demora se debía al haberse detenido para
auxiliar a sus hermanos.
Cuando llegó a Egipto se encontró nuevamente con que
Jesús ya no estaba allí. Había regresado a Nazaret,
porque en sueños José había recibido la noticia de que
estaba muerto quien buscaba matarlo al Niño. Este nuevo
desencuentro le causó mucha pena a nuestro Rey Mago,
pero no lo desanimó. Se había puesto en camino para
encontrarse con el Mesías, y estaba dispuesto a
continuar con su búsqueda a pesar de sus fracasos. Ya le
quedaban menos burros, y menos tesoros. Y éstos los fue
gastando en el largo camino que tuvo que recorrer,
porque siempre las necesidades de los demás lo retenían
por largo tiempo en su marcha. Así pasaron otros treinta
años, siguiendo siempre las huellas del que nunca había
visto pero que le había hecho gastar su vida en
buscarlo.
Finalmente se enteró de que había subido a Jerusalén y
que allí tendría que morir. Esta vez estaba decidido a
encontrarlo fuera como fuese. Por eso, ensilló el último
burro que le quedaba, llevándose la última carguita de
vino y aceite, con las dos monedas de plata que era
cuanto aún tenía de todos sus tesoros iniciales. Partió
de Jericó subiendo también él hacia Jerusalén. Para
estar seguro del camino, se lo había preguntado a un
sacerdote y a un levita que, más rápidos que él, se le
adelantaron en su viaje. Se le hizo de noche. Y en medio
de la noche, sintió unos quejidos a la vera del camino.
Pensó en seguir también él de largo como lo habían hecho
los otros dos. Pero su buen corazón no se lo dejó.
Detuvo su burro, se bajó y descubrió que se trataba de
un hombre herido y golpeado. Sin pensarlo dos veces sacó
el último resto de vino para limpiar las heridas. Con el
aceite que le quedaba untó las lastimaduras y las vendó
con su propia ropa hecha jirones. Lo cargó en su
animalito y, desviando su rumbo, lo llevó hasta una
posada. Allí gastó la noche en cuidarlo. A la mañana,
sacó las dos últimas monedas y se las dio al dueño del
albergue diciéndole que pagara los gastos del hombre
herido. Allí le dejaba también su burrito por lo que
fuera necesario. Lo que se gastara de más él lo pagaría
al regresar.
Y
siguió a pie, solo, viejo y cansado. Cuando llegó a
Jerusalén ya casi no le quedaban más fuerzas. Era el
mediodía de un viernes antes de la Gran Fiesta
de Pascua. La gente estaba excitada. Todos hablaban de
lo que acababa de suceder. Algunos regresaban del
Gólgota y comentaban que allá estaba agonizando colgado
de una cruz. Nuestro Rey Mago gastando sus últimas
fuerzas se dirigió hacia allá casi arrastrándose, como
si el también llevara sobre sus hombros una pesada cruz
hecha de años de cansancio y de caminos.
Y
llegó. Dirigió su mirada hacia el agonizante, y en tono
de súplica le dijo:
-
Perdóname. Llegué demasiado tarde.
Pero
desde la cruz se escuchó una voz que le decía:
-
Hoy estarás conmigo en el paraíso.
Lic. Rosa Elena Ponce V. |