Por Andrés Ocádiz Amador, LC
El
padre José Luis Martín Descalzo narraba una anécdota que
le sucedió a un compañero de trabajo. Este amigo suyo
volvía de la oficina a su casa. Al llegar a la estación
compró, como siempre, un billete de metro, pero al pagar
se llevó una sorpresa. La chica que le atendía, con una
sonrisa tímida, le respondió: «Hoy no tiene usted que
pagar». El hombre se quedó de una pieza. Preguntó el
porqué. «Porque ayer se fue sin coger el vuelto»,
respondió la chica desde el otro lado del cristal.
¿Acaso recordaba su rostro? ¿Conocía quién era? Nada de
eso. La chica ni siquiera había estado el día anterior;
pero una compañera le había dicho por la mañana: «Cuando
venga el señor que siempre nos da las buenas tardes,
dile que hoy no tiene que pagar». Con esta referencia,
la muchacha en turno supo puntualmente de quién se
trataba.
Una
hermosa experiencia que hace brillar la nobleza de un
corazón. Sin embargo, esta misma luz pone de manifiesto
la oscuridad de tantas personas que han olvidado ya ser
amables con los demás. ¡Cuántas personas pasarían por
aquellas taquillas del metro madrileño! Y sólo una de
ellas era inconfundible porque era «el señor que siempre
nos da las buenas tardes».
En la
cultura que se ha ido imponiendo en nuestros días parece
que ser amable es ser amilanado, débil o, simplemente,
tonto. Expresiones que denotan respeto y educación se
evitan, ya que el usarlas nos haría quedar mal delante
de nuestro “círculo de amistades”.
Si le doy las gracias al mesero que me sirve la mesa
dejaría entrever que estoy necesitado de su servicio.
Como en todos los casos implica una degradación de
nuestra grande personalidad, mejor no usarlas para poder
aparecer como alguien fuerte y seguro de sí mismo.
Ser
amable no es sinónimo de falta de reciedumbre. Todo lo
contrario, produce más admiración y gratitud quien dice:
«pase usted» que quien simplemente se echa a un lado
para quitarse de enfrente de la puerta. Ser cordial
indica mayor entereza y domino que poner un rostro frío
de absoluta indiferencia. El “duro” se hace respetar, el
cortés es respetado por lo que es.
Siempre
tenemos cientos de oportunidades para ser amables con
los demás. Basta pensar que, cada mañana, podemos decir
«buenos días» a nuestros padres, a nuestro cónyuge, a
nuestros hijos, a los profesores, a los compañeros de
oficina o al conductor del autobús.
Ceder
el asiento en el metro a una señora o a un anciano se
puede hacer con facilidad. Desear un buen día de trabajo
al mesero de nuestro café preferido no cuesta mucho.
Oportunidades, desde luego, no faltan; sólo hay que
descubrirlas y hacer la costumbre.
Este
tipo de detalles es el que cambia rostros y alegra
atmósferas enteras. Las relaciones se estrechan. Las
sonrisas se multiplican. El trabajo se disfruta. El
corazón rejuvenece. Se acrecienta el deseo de compartir
el tiempo. ¿Por qué? Porque la gente se siente tratada
con el respeto y la dignidad de lo que verdaderamente
son: personas. Y todo esto depende tan sólo de un
sencillo «buenos días».
Aunque nuestra ciudad no sea tan grande como Madrid (de donde es
originario el autor) también comenzamos a ver casos de
ese individualismo que se vive en las grandes urbes,
hemos olvidado un poco (y a veces un mucho) el dar los
“buenos días” o una simple, pero sincera, sonrisa a
quienes nos topamos en nuestro caminar diario. Al
brindar una sonrisa a los demás, aunque no lo
conozcamos, nos brinda una sensación de bienestar y
puede alegrar mucho el día de otros. Pues como dicen por
ahí: “Una sonrisa
significa mucho. Enriquece a quien la recibe; sin
empobrecer a quien la ofrece. Dura un segundo pero su
recuerdo, a veces, nunca se borra.”
Lic. Rosa Elena Ponce V. |