Fabrizio Andrade
Al
hablar de una batalla nos imaginamos un ejército que
empuña las armas dispuesto a conseguir la victoria o
morir en la línea de combate. Un día tras otro, sin
abandonar las armas y con la vista fija en el objetivo,
sin desfallecer ante las inclemencias del tiempo o los
ataques del enemigo. Sólo tiene en mente que debe luchar
para obtener esa anhelada meta. El cuerpo militar
seguirá adelante: cambiarán los efectivos, detallarán la
estrategia, estudiarán las dificultades y las
posibilidades de vencerlas. Quizás sean semanas, meses,
antes de contemplar el fruto final del esfuerzo y la
sangre.
Una de
las piezas claves para la conquista es la constancia. El
diccionario la define como la firmeza y perseverancia de
ánimo en las resoluciones y en los propósitos. Es la
virtud con la cual conquistamos las metas que nos
proponemos, y sin ella un trabajo serio es imposible y
dudosas las posibilidades del éxito. La constancia es
necesaria para formar las virtudes, para crecer en el
campo espiritual, humano, social, intelectual,
deportivo… Quien es constante tiene facilidad para
triunfar, porque se habitúa a la lucha diaria que
implica esta virtud, dispuesto a vencer las dificultades
e inclusive vencerse a sí mismo.
Los
resultados son evidentes. Detrás de un deportista de
alto rendimiento se encuentran horas de entrenamiento,
renuncias en la vida social, rigurosas dietas
alimenticias. Un trabajo constante, a lo largo de meses
o años para conseguir un mejor rendimiento físico y
estar lo mejor preparado para la importante y deseada
competición.
Lo que
construye a una persona virtuosa es el trabajo constante
y paciente. La formación de un hábito de caridad
universal y delicada, por ejemplo, ha implicado tratar a
todos por igual y como uno querría que lo trataran a él;
saber disculpar los defectos de los demás y fomentar el
buen nombre de quienes lo rodean. No siempre es fácil
mantener un ritmo así, pero allí está la virtud y el
valor de la constancia. Es necesario un trabajo
paciente, momento a momento, como cuando se coloca un
ladrillo y otro ladrillo hasta levantar una catedral.
No hay
que desanimarse por las dificultades y las caídas: son
normales y en ocasiones difíciles de evitar. Éstas son
preciosas oportunidades para reafirmarnos en la lucha y
para madurar en nuestra vida. Purifican nuestras
intenciones y nos permiten renovar y valorar más el
ideal. No deben ser un motivo para desanimarse y
abandonar el combate; lo que vale cuesta, y cuanto más
vale, mayor es el costo. Si se cae mil veces, mil veces
hay que levantarse. Mantenerse en la lucha es ya una
victoria, porque con ella fortalecemos nuestra voluntad
y templamos nuestro carácter para resistir tormentas aún
más violentas. Así que de las caídas podemos sacar un
fruto positivo y favorable para la consecución de
nuestro ideal.
Para
formar esta virtud son necesarios cuatro pasos:
Primero, hay que tener metas claras y medios concretos
para alcanzarlas. Si no tenemos un ideal sería como si
golpeáramos en el aire. Una meta nos dará un estímulo y
sentido a nuestra lucha: llegar al Cielo; terminar una
competición en primer lugar; lograr un profundo espíritu
de oración; leer un número de libros cada mes; dejar el
hábito de fumar; ahorrar una cantidad de dinero antes de
tal día; aplicar una metodología en el trabajo, en el
estudio, etcétera.
Después
viene el segundo paso: trabajar la constancia con
constancia. Cada día, aún en aquellos en que el ánimo no
es favorable. Si se presentan mil obstáculos buscaremos
mil medios para superarlos, siempre con la vista
centrada en la meta.
El
tercer paso es renovar cada día nuestro propósito para
que esté siempre fresco y presente, y para que no
perdamos el sentido del porqué nos encontramos en esta
lucha. Al inicio del día o cuando vengan las
dificultades, si recordamos nuestra meta tendremos una
motivación fuerte para no desfallecer y seguir adelante
con el ritmo que hemos conseguido hasta el momento.
Y como
último paso es indispensable levantarse si se tiene una
caída en la lucha. De una caída se aprende y se madura.
Cuando un corredor cae, se levanta, se sacude si es
necesario, y vuelve a emprender la marcha porque tiene
fija su mirada en la línea final. Será más consciente de
los pasos que no le favorecen y que le pueden causar de
nuevo un tropezón y tratará de evitarlos.
Arturo
Graf, un poeta italiano había dicho: «la constancia es
la virtud por la que todas las demás dan su fruto». Si
trabajamos esta virtud, y con la gracia de Dios,
podremos estar seguros de conseguir tantas otras
virtudes que necesitamos para ser mejores personas y
para alcanzar las metas propuestas.
Lic. Rosa Elena Ponce V. |