Casarse ¿es obligarse? Y «eso», ¿no es una locura? Qué
es lo
importante.
Por Tomás Melendo Granados *
Casarse ¿es obligarse?
Más de
una vez he oído explicar la grandeza del amor que se
pone en juego en el momento de la boda haciendo ver que
no se trata de un acto de amor como cualquier otro, sino
de algo especialísimo, realmente grandioso, porque lleva
consigo la osadía de hacer obligatorio el
amor futuro: si antes de la boda los novios se amaban de
forma radicalmente gratuita, sin compromiso alguno, en
el preciso momento del sí se aman tanto, con tal
locura e intensidad… que son capaces de
comprometerse a amarse de por vida.
Siendo
verdad cuanto antecede, no lo es menos algo que con
frecuencia ni tan siquiera se nombra… A saber: que el sí
matrimonial es capaz de originar la obligación gozosa de
amarse para siempre, en las duras y en las maduras,
porque simultáneamente hace posible esa
entrega incondicionada.
Y «eso», ¿no es una locura?
La
reflexión sobre los excesivos fracasos matrimoniales que
observamos en la actualidad, y más todavía la mayor
frecuencia con que rompen los lazos quienes se han unido
en convivencia cuasi-matrimonial pero sin casarse,
me ha llevado a advertir que la pretensión de
obligarse a amar de por vida a otra persona, con
total independencia de las circunstancias por las que
una y otra atraviesen, si no fuera acompañada de un
robustecimiento de la recíproca capacidad de amar,
resultaría, en el fondo, una sublime ingenuidad, casi
una demencia.
En
parte para atraer la atención de quienes me escuchan, y
sobre todo porque estimo que el ejemplo es correcto,
aunque atrevido, suelo ilustrar ese
deber-capacitación con el mandamiento máximo y
máximamente nuevo que Jesucristo impuso a sus discípulos
en la Última Cena.
Y
añado, con todo el respeto posible, que semejante
pretensión sería una auténtica chifladura si el Señor,
en el momento de establecer el precepto, no incrementara
de manera casi infinita la capacidad de amar del
cristiano… o previera los medios para fortificarla y
hacerla crecer.¿Cómo, si no, pedir a unos simples
hombres que quieran a los demás como el mismísimo Dios
los ama: «Como Yo os he amado»?
Pues
algo análogo, no idéntico, sucede en el momento de la
boda, también la que se sitúa en el ámbito natural. En
el mismo momento en que pronuncian el sí de manera libre
y voluntaria, los nuevos cónyuges no solo se obligan,
sino que sobre todo se tornan mutuamente capaces
de quererse con un amor situado a una distancia
casi infinita por encima del que podían ofrecerse antes
de esa donación total. Por el contrario, sin ese
«hacerse aptos», la pretensión de obligarse resultaría
casi absurda.
Lo
importante
Cuando
mis amigos o alumnos afirman, con más o menos
agresividad, que lo importante para llevar
a buen puerto un matrimonio es el amor, les respondo sin
titubear que sin ninguna duda.
Pero
inmediatamente añado que, para poder amarse con un amor
auténtico y del calibre que exige la vida en común para
siempre, es absolutamente imprescindible
haberse habilitado para ello… y que
semejante capacitación es del todo imposible al margen
de la entrega radical que se realiza al casarse.
Con
otras palabras: lo importante, desde el
punto de vista antropológico, no son ni «los papeles» ni
«la bendición del cura». Sin embargo, para que lo
importante —el amor— sea efectivamente viable resulta
del todo necesaria la acción de libre entrega por la que
los cónyuges se dan el uno al otro en exclusiva y para
siempre.
Estamos, lo digo especialmente para los conocedores de
la filosofía, aunque todos podamos entenderlo, ante un
caso muy particular del nacimiento de un hábito bueno o
virtud.
Continuará
Lic. Rosa Elena Ponce V. |