Una historia extraordinaria
Por: Jean Giono. 1953
Si uno quiere descubrir cualidades realmente excepcionales en
el carácter de un ser humano, debe tener el tiempo o la
oportunidad de observar su comportamiento durante varios
años. Si este comportamiento no es egoísta, si está
presidido por una generosidad sin límites, si es tan
obvio que no hay afán de recompensa, y además ha dejado
una huella visible en la tierra, entonces no cabe
equivocación posible.
Hace cuarenta años hice un largo viaje a pie a través de
montañas completamente desconocidas por los turistas,
atravesando la antigua región donde los Alpes franceses
penetran en la
Provenza. Cuando empecé mi viaje por aquel lugar todo era estéril y sin
color, y la única cosa que crecía era la planta conocida
como lavanda silvestre.
Cuando me aproximaba al punto más elevado de mi viaje, y tras
caminar durante tres días, me encontré en medio de una
desolación absoluta y acampé cerca de los vestigios de
un pueblo abandonado. Me había quedado sin agua el día
anterior, y por lo tanto necesitaba encontrar algo de
ella. Aquel grupo de casas, aunque arruinadas como un
viejo nido de avispas, sugerían que una vez hubo allí un
pozo o una fuente. La había, desde luego, pero estaba
seca. Las cinco o seis casas sin tejados, comidas por el
viento y la lluvia, la pequeña capilla con su campanario
desmoronándose, estaban allí, aparentemente como en un
pueblo con vida, pero ésta había desaparecido.
Era un día de junio precioso, brillante y soleado, pero sobre
aquella tierra desguarnecida el viento soplaba, alto en
el cielo, con una ferocidad insoportable. Gruñía sobre
los cadáveres de las casas como un león interrumpido en
su comida... Tenía que cambiar mi campamento.
Tras cinco horas de andar, todavía no había hallado agua y no
existía señal alguna que me diera esperanzas de
encontrarla. En todo el derredor reinaba la misma
sequedad, las mismas hierbas toscas. Me pareció
vislumbrar en la distancia una pequeña silueta negra
vertical, que parecía el tronco de un árbol solitario.
De todas formas me dirigí hacia él. Era un pastor.
Treinta ovejas estaban sentadas cerca de él sobre la
ardiente tierra.
Me dio un sorbo de su calabaza-cantimplora, y poco después me
llevó a su cabaña en un pliegue del llano. Conseguía el
agua -agua excelente- de un pozo natural y profundo
encima del cual había construido un primitivo torno.
El hombre hablaba poco, como es costumbre de aquellos que
viven solos, pero sentí que estaba seguro de sí mismo, y
confiado en su seguridad. Para mí esto era sorprendente
en ese país estéril. No vivía en una cabaña, sino en una
casita hecha de piedra, evidenciadora del trabajo que él
le había dedicado para rehacer la ruina que debió
encontrar cuando llegó. El tejado era fuerte y sólido. Y
el viento, al soplar sobre él, recordaba el sonido de
las olas del mar rompiendo en la playa.
La casa estaba ordenada, los platos lavados, el suelo
barrido, su rifle engrasado, su sopa hirviendo en el
fuego. Noté que estaba bien afeitado, que todos sus
botones estaban bien cosidos y que su ropa había sido
remendada con el meticuloso esmero que oculta los
remiendos. Compartimos la sopa, y después, cuando le
ofrecí mi petaca de tabaco, me dijo que no fumaba. Su
perro, tan silencioso como él, era amigable sin ser
servil.
Desde el principio se daba por supuesto que yo pasaría la
noche allí. El pueblo más cercano estaba a un día y
medio de distancia. Además, ya conocía perfectamente el
tipo de pueblo de aquella región... Había cuatro o cinco
más de ellos bien esparcidos por las faldas de las
montañas, entre agrupaciones de robles albares, al final
de carreteras polvorientas. Estaban habitadas por
carboneros, cuya convivencia no era muy buena. Las
familias, que vivían juntas y apretujadas en un clima
excesivamente severo, tanto en invierno como en verano,
no encontraban solución al incesante conflicto de
personalidades. La ambición territorial llegaba a unas
proporciones desmesuradas, en el deseo continuo de
escapar del ambiente.
Los hombres vendían sus carretillas de carbón en el pueblo
más importante de la zona y regresaban. Las
personalidades más recias se limaban entre la rutina
cotidiana. Las mujeres, por su parte, alimentaban sus
rencores. Existía rivalidad en todo, desde el precio del
carbón al banco de la iglesia. Y encima de todo estaba
el viento, también incesante, que crispaba los nervios.
Había epidemias de suicidio y casos frecuentes de
locura, a menudo homicida.
Continuará
Lic. Rosa Elena Ponce V. |