Una historia extraordinaria
Por: Jean Giono. 1953
Había transcurrido una parte de la velada cuando el
pastor fue a buscar un saquito del que vertió una
montañita de bellotas sobre la mesa. Empezó a mirarlas
una por una, con gran concentración, separando las
buenas de las malas. Yo fumaba en mi pipa. Me ofrecí
para ayudarle. Pero me dijo que era su trabajo. Y de
hecho, viendo el cuidado que le dedicaba, no insistí.
Esa fue toda nuestra conversación. Cuando ya hubo
separado una cantidad suficiente de bellotas buenas, las
separó de diez en diez, mientras iba quitando las más
pequeñas o las que tenían grietas, pues ahora las
examinaba más detenidamente. Cuando hubo seleccionado
cien bellotas perfectas, descansó y se fue a dormir.
Se
sentía una gran paz estando con ese hombre, y al día
siguiente le pregunté si podía quedarme allí otro día
más. Él lo encontró natural, o para ser más preciso, me
dio la impresión de que no había nada que pudiera
alterarle. Yo no quería quedarme para descansar, sino
porque me interesó ese hombre y quería conocerle mejor.
Él abrió el redil y llevó su rebaño a pastar. Antes de
partir, sumergió su saco de bellotas en un cubo de agua.
Me
di cuenta de que en lugar de cayado, se llevó una
varilla de hierro tan gruesa como mi pulgar y de metro y
medio de largo. Andando relajadamente, seguí un camino
paralelo al suyo sin que me viera. Su rebaño se quedó en
un valle. Él lo dejó a cargo del perro, y vino hacia
donde yo me encontraba. Tuve miedo de que me quisiera
censurarme por mi indiscreción, pero no se trataba de
eso en absoluto: iba en esa dirección y me invitó a ir
con él si no tenía nada mejor que hacer. Subimos a la
cresta de la montaña, a unos cien metros.
Allí
empezó a clavar su varilla de hierro en la tierra,
haciendo un agujero en el que introducía una bellota
para cubrir después el agujero. Estaba plantando un
roble. Le pregunté si esa tierra le pertenecía, pero me
dijo que no. ¿Sabía de quién era? No tampoco. Suponía
que era propiedad de la comunidad, o tal vez pertenecía
a gente desconocida. No le importaba en absoluto saber
de quién era. Plantó las bellotas con el máximo esmero.
Después de la comida del mediodía reemprendió su
siembra. Deduzco que fui bastante insistente en mis
preguntas, pues accedió a responderme. Había estado
plantado cien árboles al día durante tres años en aquel
desierto. Había plantado unos cien mil. De aquellos,
sólo veinte mil habían brotado. De éstos esperaba perder
la mitad por culpa de los roedores o por los designios
imprevisibles de
la
Providencia. Al
final quedarían diez mil robles para crecer donde antes
no había crecido nada.
Entonces fue cuando empecé a calcular la edad que podría
tener ese hombre. Era evidentemente mayor de cincuenta
años. Cincuenta y cinco me dijo. Su nombre era Elzeard
Bouffier. Había tenido en otro tiempo una granja en el
llano, donde tenía organizada su vida. Perdió su único
hijo, y luego a su mujer. Se había retirado en soledad,
y su ilusión era vivir tranquilamente con sus ovejas y
su perro. Opinaba que la tierra estaba muriendo por
falta de árboles. Y añadió que como no tenía ninguna
obligación importante, había decidido remediar esta
situación.
Como
en esa época, a pesar de mi juventud, yo llevaba una
vida solitaria, sabía entender también a los espíritus
solitarios. Pero precisamente mi juventud me empujaba a
considerar el futuro en relación a mí mismo y a cierta
búsqueda de la felicidad. Le dije que en treinta años
sus robles serían magníficos. Él me respondió
sencillamente que, si Dios le conservaba la vida, en
treinta años plantaría tantos más, y que los diez mil de
ahora no serían más que una gotita de agua en el mar.
Además, ahora estaba estudiando la reproducción de las
hayas y tenía un semillero con hayucos creciendo cerca
de su casita. Las plantitas, que protegía de las ovejas
con una valla, eran preciosas. También estaba
considerando plantar abedules en los valles donde había
algo de humedad cerca de la superficie de la tierra.
Al
día siguiente nos separamos.
Un
año más tarde empezó
la
Primera Guerra
Mundial, en la que yo estuve enrolado durante los
siguientes cinco años. Un «soldado de infantería» apenas
tenía tiempo de pensar en árboles, y a decir verdad, la
cosa en sí hizo poca impresión en mí. La había
considerado como una afición, algo parecido a una
colección de sellos, y la olvidé.
Al
terminar la guerra sólo tenía dos cosas: una pequeña
indemnización por la desmovilización, y un gran deseo de
respirar aire fresco durante un tiempo. Y me parece que
únicamente con este motivo tomé de nuevo la carretera
hacia la «tierra estéril».
Continuará
Lic. Rosa Elena Ponce V. |