Una historia extraordinaria
Por: Jean Giono. 1953
El paisaje no había cambiado. Sin embargo, más allá del
pueblo abandonado, vislumbré en la distancia un cierto
tipo de niebla gris que cubría las cumbres de las
montañas como una alfombra. El día anterior había
empezado de pronto a recordar al pastor que plantaba
árboles. «Diez mil robles -pensaba- ocupan realmente
bastante espacio». Como había visto morir a tantos
hombres durante aquellos cinco años, no esperaba hallar
a Elzeard Bouffier con vida, especialmente porque a los
veinte años uno considera a los hombres de más de
cincuenta como personas viejas preparándose para
morir... Pero no estaba muerto, sino más bien todo lo
contrario: se le veía extremadamente ágil y despejado:
había cambiado sus ocupaciones y ahora tenía solamente
cuatro ovejas, pero en cambio cien colmenas. Se deshizo
de las ovejas porque amenazaban los árboles jóvenes. Me
dijo -y vi por mí mismo- que la guerra no le había
molestado en absoluto. Había continuado plantando
árboles imperturbablemente. Los robles de 1.910 tenían
entonces diez años y eran más altos que cualquiera de
nosotros dos. Ofrecían un espectáculo impresionante. Me
quedé con la boca abierta, y como él tampoco hablaba,
pasamos el día en entero silencio por su bosque. Las
tres secciones medían once kilómetros de largo y tres de
ancho. Al recordar que todo esto había brotado de las
manos y del alma de un hombre solo, sin recursos
técnicos, uno se daba cuenta de que los humanos pueden
ser también efectivos en términos opuestos a los de la
destrucción...
Había perseverado en su plan, y hayas más altas que mis
hombros, extendidas hasta el límite de la vista, lo
confirmaban. me enseñó bellos parajes con abedules
sembrados hacía cinco años (es decir, en 1915), cuando
yo estaba luchando en Verdún. Los había plantado en
todos los valles en los que había intuido
-acertadamente- que existía humedad casi en la
superficie de la tierra. Eran delicados como chicas
jóvenes, y estaban además muy bien establecidos.
Parecía también que la naturaleza había efectuado por su
cuenta una serie de cambios y reacciones, aunque él no
las buscaba, pues tan sólo proseguía con determinación y
simplicidad en su trabajo. Cuando volvimos al pueblo, vi
agua corriendo en los riachuelos que habían permanecido
secos en la memoria de todos los hombres de aquella
zona. Este fue el resultado más impresionante de toda la
serie de reacciones:
los arroyos secos hacía mucho tiempo corrían ahora con un
caudal de agua fresca. Algunos de los pueblos lúgubres
que menciono anteriormente se edificaron en sitios donde
los romanos habían construido sus poblados, cuyos trazos
aún permanecían. Y arqueólogos que habían explorado la
zona habían encontrado anzuelos donde en el siglo XX se
necesitaban cisternas para asegurar un mínimo
abastecimiento de agua.
El viento también ayudó a esparcir semillas. Y al mismo
tiempo que apareció el agua, también lo hicieron sauces,
juncos, prados, jardines, flores y una cierta razón de
existir. Pero la transformación se había desarrollado
tan gradualmente que pudo ser asumida sin causar
asombro. Cazadores adentrándose en la espesura en busca
de liebres o jabalíes, notaron evidentemente el
crecimiento repentino de pequeños árboles, pero lo
atribuían a un capricho de la naturaleza. Por eso nadie
se entrometió con el trabajo de Elzeard Bouffier. Si él
hubiera sido detectado, habría tenido oposición. Pero
era indetectable. Ningún habitante de los pueblos, ni
nadie de la administración de la provincia, habría
imaginado una generosidad tan magnífica y perseverante.
Para tener una idea más precisa de este excepcional carácter
no hay que olvidar que Elzeard trabajó en una soledad
total, tan total que hacía el final de su vida perdió el
hábito de hablar, quizá porque no vio la necesidad de
éste.
En 1933 recibió la visita de un guardabosque que le notificó
una orden prohibiendo encender fuego, por miedo a poner
en peligro el crecimiento de este bosque natural. Esta
era la primera vez -le dijo el hombre- que había visto
crecer un bosque espontáneamente. En ese momento,
Bouffier pensaba plantar hayas en un lugar a
12 Km.
de su casa, y para evitar las ideas y venidas (pues
contaba entonces 75 años de edad), planeó construir una
cabaña de piedra en la plantación. Y así lo hizo al año
siguiente.
En 1935 una delegación del gobierno se desplazó para examinar
el «bosque natural». Se estableció un largo diálogo
completamente inútil, decidiéndose finalmente que algo
se debía hacer... y afortunadamente no se hizo nada,
salvo una única cosa que resultó útil: todo el bosque se
puso bajo la protección estatal, y la obtención del
carbón a partir de los árboles quedó prohibida. De hecho
era imposible no dejarse cautivar por la belleza de
aquellos jóvenes árboles llenos de energía.
Un amigo mío se encontraba entre los guardabosques de esa
delegación y le expliqué el misterio. Un día de la
semana siguiente fuimos a ver a Elzeard Bouffier. Lo
encontramos trabajando duro, a unos diez kilómetros de
donde había tenido lugar la inspección.
Continuará
Lic. Rosa Elena Ponce V. |