Una historia extraordinaria
Por: Jean Giono. 1953
El guardabosque sabía valorar las cosas, pues sabía cómo
mantenerse en silencio. Yo le entregué a Elzeard los
huevos que traía de regalo. Compartimos la comida entre
los tres y después pasamos varias horas en contemplación
silenciosa del paisaje...
En la misma dirección en la que habíamos venido, las laderas
estaban cubiertas de árboles de seis a siete metros de
altura. Al verlos recordaba aún el aspecto de la tierra
en 1913, un desierto... y ahora, una labor regular y
tranquila, el aire de la montaña fresco y vigoroso, y
sobre todo, la serenidad de espíritu, habían otorgado a
este hombre anciano una salud maravillosa. Me pregunté
cuántas hectáreas más de tierra iba a cubrir con
árboles.
Antes de marcharse, mi amigo hizo una sugerencia breve sobre
ciertas especies de árboles para los que el suelo de la
zona estaba especialmente preparado. No fue muy
insistente; «por la buena razón -me dijo más tarde- de
que Bouffier sabe de ello más que yo». Pero, tras andar
un rato y darle vueltas en su mente, añadió: «¡y sabe
mucho más que cualquier persona, pues ha descubierto una
forma maravillosa de ser feliz!».
Fue gracias a ese hombre que no sólo la zona, sino también la
felicidad de Bouffier fueron protegidas. Delegó tres
guardabosques para el trabajo de proteger la foresta, y
les conminó a resistir y rehusar las botellas de vino,
el soborno de los carboneros.
El único peligro serio ocurrió durante
la
Segunda Guerra Mundial. Como los coches funcionaban con gasógeno, mediante
generadores que quemaban madera, nunca había leña
suficiente. La tala de robles empezó en 1940, pero la
zona estaba tan lejos de cualquier estación de tren que
no hubo peligro. El pastor no se enteraba de nada.
Estaba a treinta kilómetros, plantando tranquilamente,
ajeno a la guerra de 1939 como había ignorado la de
1914.
Vi a Elzeard Bouffier por última vez en junio de 1945. Tenía
entonces ochenta y siete años. Volví a recorrer el
camino de la «tierra estéril»; pero ahora en lugar del
desorden que la guerra había causado en el país, un
autobús regular unía el valle del Durance y la montaña.
No reconocí la zona, y lo atribuí a la relativa rapidez
del autobús... Hasta que vi el nombre del pueblo no me
convencí de que me hallaba realmente en aquella región,
donde antes sólo había ruinas y soledad.
El autobús me dejó en Vergons. En 1913 este pueblecito de
diez o doce casas tenía tres habitantes, criaturas algo
atrasadas que casi se odiaban una a otra, subsistiendo
de atrapar animales con trampas, próximas a las
condiciones del hombre primitivo. Todos los alrededores
estaban llenos de ortigas que serpenteaban por los
restos de las casas abandonadas. Su condición era
desesperanzadora, y una situación así raramente
predispone a la virtud.
Todo había cambiado, incluso el aire. En vez de los vientos
secos y ásperos que solían soplar, ahora corría una
brisa suave y perfumada. Un sonido como de agua venía de
la montaña. Era el viento en el bosque; pero más asombro
era escuchar el auténtico sonido del agua moviéndose en
los arroyos y remansos. Vi que se había construido una
fuente que manaba con alegre murmullo, y lo que me
sorprendió más fue que alguien había plantado un tilo a
su lado, un tilo que debería tener cuatro años, ya en
plena floración, como símbolo irrebatible de
renacimiento.
Además, Vergons era el resultado de ese tipo de trabajo que
necesita esperanza, la esperanza que había vuelto. Las
ruinas y las murallas ya no estaban, y cinco casas
habían sido restauradas. Ahora había veinticinco
habitantes. Cuatro de ellos eran jóvenes parejas. Las
nuevas casas, recién encaladas, estaban rodeadas por
jardines donde crecían vegetales y flores en una
ordenada confusión. Repollos y rosas, puerros y
margaritas, apios y anémonas hacían al pueblo ideal para
vivir.
Desde ese sitio seguí a pie. La guerra, al terminar, no había
permitido el florecimiento completo de la vida, pero el
espíritu de Elzeard permanecía allí. En las laderas
bajas vi pequeños campos de cebada y de arroz; y en el
fondo del valle verdeaban los prados.
Sólo fueron necesarios ocho años desde entonces para que todo
el paisaje brillara con salud y prosperidad. Donde antes
había ruinas, ahora se encontraban granjas; los viejos
riachuelos, alimentados por las lluvias y las nieves que
el bosque atrae, fluían de nuevo. Sus aguas alimentaban
fuentes y desembocan sobre alfombras de menta fresca.
Poco a poco, los pueblitos se habían revitalizado. Gente
de otros lugares donde la tierra era más cara se habían
instalado allí, aportando su juventud y su movilidad.
Por las calles uno se topaba con hombres y mujeres
vivos, chicos y chicas que empezaban a reír y que habían
recuperado el gusto por las excursiones. Si contábamos
la población anterior, irreconocible ahora que gozaba de
cierta comodidad, más de diez mil personas debían en
parte su felicidad a Elzeard Bouffier.
Por eso, cuando reflexiono sobre aquel hombre armado
únicamente por sus fuerzas físicas y morales, capaz de
hacer surgir del desierto esa tierra de Canán, me
convenzo de que a pesar de todo la humanidad es
admirable. Cuando reconstruyo la arrebatadora grandeza
de espíritu y la tenacidad y benevolencia necesaria para
dar lugar a aquel fruto, me invade un respeto sin
límites por aquel hombre anciano y supuestamente
analfabeto, un ser que completó una tarea digna de Dios.
Elzeard Bouffier murió pacíficamente en 1947 en el hospicio
de Banon.
Lic. Rosa Elena Ponce V. |