Por Aníbal Cuevas
El
término “sostenible” fue acuñado por la Comisión
Brundtland creada por la ONU. Sus trabajos englobaban dimensiones ecológicas, económicas y sociales y
buscaba encontrar la forma de “satisfacer las
necesidades de las generaciones presentes sin
comprometer las posibilidades de las del futuro para
atender sus propias necesidades”. Desde entonces, se ha
popularizado la “sostenibilidad” y, así, se habla de
crecimiento, ecología o desarrollo sostenibles.
Que
duda cabe que los hombres somos actores fundamentales de
la vida en la tierra. Nuestra manera de organizarnos no
es indiferente en lo que concierne a la viabilidad de la
vida y del planeta. Las consecuencias de nuestros actos
y de nuestra forma de hacer influyen en la herencia que
vamos a dejar a las generaciones futuras.
Al
margen de otras consideraciones, parece que hay una
coincidencia universal en apreciar en términos generales
que el mejor hábitat para el desarrollo de las
personas es el formado por un padre y una madre en un
contexto de estabilidad. Resulta ilustrativo, por
ejemplo, cómo el Institute for Public Policy
Research (buque insignia del pensamiento laborista
británico) afirma que “los padres casados educan mejor”.
En
Internet es muy fácil encontrar numerosísimos estudios e
investigaciones que demuestran las bondades de las
familias estructuradas en torno al matrimonio estable y
comprometido de un hombre y una mujer. Los que afirman
lo contrario no aparecen por ningún lado.
El
fracaso escolar, la delincuencia, el alcoholismo y la
drogadicción se dan en mayor medida entre los
adolescentes y jóvenes que viven situaciones de padres
divorciados y familias desestructuradas. Informes
recientes apuntan también que se da mayor pobreza en las
denominadas familias monoparentales. Hace apenas dos
meses un Informe de
la Universidad Estatal de Michigan señalaba que el divorcio afecta
gravemente al medio ambiente, según los datos del
estudio, las familia basada en el matrimonio gastan
menos y optimizan más los recursos naturales.
No es
mi intención emitir un juicio moral sobre el derecho de
las personas a elegir el tipo de vida que cada cual
quiera tomar. Sin embargo los datos, informes precisos y
la experiencia empírica nos demuestran que no todas las
formas de convivencia ayudan de la misma manera a la
sostenibilidad del género humano y, por ende, del
desarrollo armónico de la sociedad y de la vida en la
tierra.
La
familia basada en el matrimonio estable y comprometido
de un hombre y una mujer suele ser nombrada como
“tradicional”, término que se suele utilizar de forma
despectiva y que conlleva una fuerte connotación
negativa y poco atractiva. Este uso del lenguaje no
ayuda a mejorar la situación presente ni siquiera en
términos de relevo generacional. Por eso mi reflexión y
mi propuesta es utilizar con más frecuencia el término
de “familia sostenible” para referirnos a la familia
entendida como célula básica de nuestra forma de
organización.
Esa
"familia sostenible", estable y estructurada; es la
única capaz de cumplir los criterios de sostenibilidad
de la comisión Brundtland, y generar ilusión y esperanza
en el futuro. Una visión positiva y de responsabilidad
compartida favorecerá entre otras cosas un incremento de
la natalidad. Sin esa adecuada valoración del proyecto
familiar difícilmente se apostará por nuevos hijos.
Lic. Rosa Elena Ponce V. |