Alfonso Aguiló
Cualquier persona – sobre todo si es padre de familia
numerosa o profesional de educación infantil – puede ver
cómo unos niños nacen siendo plácidos y tranquilos
mientras que otros son desde el principio irritables y
difíciles, o cómo unos son más activos y otros más
pasivos, o unos más optimistas y otros menos.
Cada persona nace con todo un bagaje sentimental, cuyo
influjo estará siempre de alguna manera presente a lo
largo de toda su vida. La pregunta es si puede
transformarse ese equipaje sentimental con el que las
personas venimos al mundo. ¿Se pueden transformar las
reacciones habituales de aquellas personas que desde
niños han sido, pongamos por caso, sumamente inestables,
o desesperadamente tímidas, o terriblemente pesimistas?
Jerome Kagan, un investigador de la Universidad de
Harvard que hizo unos extensos estudios sobre la timidez
infantil, observó que hay un considerable porcentaje de
niños que desde el primer año de vida se muestran
reacios a todo lo que no les resulta familiar (tanto
probar una nueva comida como aproximarse a personas o
lugares desconocidos), y se sienten paralizados en las
más variadas situaciones de la vida social (ya sea en
clase, en el patio de recreo o siempre que se sienten
observados).
Kagan comprobó que cuando esos niños llegan a ser
adultos, suelen ser personas que tienden a permanecer
aisladas, sienten un fuerte temor si tienen que dirigir
unas palabras ante un grupo de personas y, en general,
se sienten incómodas cuando están expuestas a la mirada
ajena.
Por otra parte, hay también un importante porcentaje de
niños que desde muy pronto manifiestan una marcada
tendencia a la tristeza y el mal humor: son proclives a
la negatividad, se desconciertan con facilidad ante los
contratiempos, parecen incapaces de dominar siquiera un
poco sus preocupaciones y sus estados de ánimo, etc.
La
educación modela la predisposición Hay, por el
contrario, otros muchos niños cuyos sentimientos parecen
gravitar de forma natural en torno a lo positivo, y son
naturalmente optimistas y despreocupados, sociables,
alegres y con una gran confianza en sí mismos. Y esos
estilos sentimentales de la infancia suelen perdurar
después – estadísticamente hablando – en la vida adulta.
Las investigaciones de Jerome Kagan concluyeron con
apreciaciones bastante alentadoras respecto a la
capacidad transformadora de una adecuada educación. Los
ejemplos anteriores ilustran cómo el temperamento innato
nos predispone para reaccionar ante las situaciones
ordinarias de la vida con un registro emocional positivo
o negativo. Pero esto no significa que ese sustrato
innato sea como un destino inexorable o una condena. Se
puede cambiar, y mucho. Pero, eso sí, conviene empezar
lo antes posible.
Las lecciones emocionales que recibimos en la infancia
tienen un impacto muy profundo, ya sea amplificando o
enmudeciendo una determinada predisposición genética.
Lic. Rosa Elena Ponce V. |