Fernando Pascual
El hijo
pregunta
a su padre: “papá, ¿por qué me has dado la vida?” El
padre responde: “porque amaba a tu madre”.
Este ejemplo, presentado por un obispo italiano,
monseñor Carlo Caffarra, pone el amor como el primer
paso de la fecundidad, de
la
vida, en aquellas parejas que quieren vivir unidas bajo
el signo de la entrega mutua.
Cada nuevo hijo nace gracias a otros, depende de otros
en su
existencia. Esta dependencia explica las profundas
relaciones que se establecen entre el hijo y sus padres.
No se trata sólo de una relación biológica, aunque esa
relación sea
muchas
veces muy visible. Se trata de una relación mucho más
profunda, una relación que se basa en el amor.
Un hombre y una mujer se aman. El amor madura, crece,
llega al compromiso, al matrimonio. El amor sigue su
camino. El “amaba a
tu madre”, el “amaba a tu padre”, un día se convierte en
la noticia: alguien ha surgido del amor, alguien empieza
a vivir desde el amor. Alguien que es hijo, que es
“nuestro hijo”, se introduce entre nosotros, no para
separarnos, sino para unirnos de un modo mucho más
profundo, más rico, más fecundo.
La pareja recibe la invitación a una nueva etapa en su
camino
matrimonial.
Antes el hijo era sólo una posibilidad que entraba en el
proyecto del amor de los esposos. Ahora es una realidad.
Ya está aquí: necesita más cuidados, más atenciones,
menos humo en casa y más descanso para mamá.
Pero no
basta
con los consejos “médicos”. Ese hijo real, vivo,
concreto, todavía escondido en el cuerpo de la madre,
invita a un paso más profundo. Puede ser amado, puede
ser respetado, así, como es.
Desde el amor se comprende que unos esposos acojan al
hijo no como si fuese un problema, sino como a una
riqueza. Eso
es lo propio del amor: ver lo positivo, incluso cuando
hay que apretar más los espacios en la casa o ahorrar
más para pañales.
Ver lo positivo también cuando el hijo no es cómo se
esperaba.
Cuando
es niño y no niña (o al revés). Cuando es enfermo y no
sano.
Cuando
llega en un momento no previsto, pero no por ello deja
de ser una noticia que enciende una llama de esperanza.
Cuando falta el amor, en cambio, es fácil ver al nuevo
hijo como un
obstáculo
a los proyectos familiares, como un problema para el
espacio en la casa y en el coche, como un potencial
enemigo para el hermanito pequeño que empieza a dar
señales de celos.
Sin amor, es fácil caer en la cultura del dominio, en la
que el hijo deberá superar el test de los planes de los
adultos para lograr el ingreso en el mundo de los vivos.
Una cultura del dominio que ha promovido el aborto, el
infanticidio, la
esclavitud o la venta de niños. Una cultura que dice:
sólo nacerá un hijo cuándo y cómo lo decidan sus padres,
o el jefe de la tribu, o un poderoso dictador que
determina quiénes pueden tener hijos y cuántos pueden
ser concebidos por cada “cupo familiar”, o el jefe de la
empresa, que no renueva su contrato a aquellas mujeres
que necesitan ausentarse por motivos de maternidad.
A pesar de las dificultades, a pesar de la oposición de
algunos, siempre será hermoso el nacimiento de un hijo
que viene del
amor
y que enriquece el amor. “Porque amaba a tu madre”,
“porque amaba a tu padre”, “porque te amábamos”, puede
convertirse, en unos años, en un “yo también los amo”.
Quizá simplemente “porque antes me han amado a mí”. O
también “porque son buenos, lo han sido conmigo, y me
están enseñando que la vida vale cuando se vive con
amor”.
El mundo del matrimonio y la familia es distinto cuando
se vive en este dinamismo. No es un ideal para pocos: en
cada corazón se esconde ese sueño, ese deseo de
amar.
No sólo porque hemos experimentado lo hermoso que es
vivir cuando nos aman, sino también porque sabemos que
hay otros (sobre todo, esos otros más cercanos) que
piden y necesitan que les demos amor.
Un amor que es sumamente bello cuando ese otro (le
llamamos
hijo)
viene a casa desde un “te quiero, me quieres” que llega
a ser fecundo y rico, que se convierte en “te queremos
como eres: ven a enriquecer nuestro amor de esposos, ven
a caminar cogido de nuestras manos enamoradas”.
Lic. Rosa Elena Ponce V. |